La noche estaba hecha para desvestirse.
No solo del cuerpo, sino de las máscaras. Después de tantos roces, miradas, celos flotando como perfume denso en el aire, tú sabías lo que sentías. No era solo deseo: era necesidad de intimidad. No de lujuria, sino de cercanía. De tocarlo sin pedirlo. De hacerlo parte de tu piel, aunque solo fuera por una noche.
La habitación estaba en penumbra. El calor de las velas contrastaba con la brisa marina. Y él, Desna, estaba allí. De pie frente a la ventana, con la espalda recta y el cabello aún húmedo tras el baño. No te miraba aún, pero tú sí lo hacías.
Te acercaste por detrás. Despacio. Con esa calma tuya que no pedía permiso, solo espacio.
Tus dedos rozaron su espalda. Apenas un toque. Un intento.
Él no se movió. Pero tampoco se tensó.
Subiste un poco más las manos. Solo un gesto más atrevido. Una caricia sobre el lienzo helado de su piel. Querías algo más. El lenguaje de tus dedos lo decía: lo deseabas.
Él lo supo. Lo sintió.
Y cuando se giró, no fue para ceder.
Fue para desarmarte.
—No —dijo con esa voz baja, quieta, como una superficie congelada—. No así.
No retrocediste. Pero bajaste las manos, apenas.
Él te observó. Largo. Profundo. Y luego, caminó hasta la mesa y sirvió un poco de agua en dos copas.
Te ofreció una.
—En el Norte —empezó, como si no acabara de leer tu cuerpo entero— las uniones físicas… no se toman a la ligera.
El tono no era de reproche. Era de ritual.
—El primer contacto íntimo entre prometidos no es una celebración carnal… —continuó, tomando un sorbo—. Es un acto de legitimación. De pertenencia. De honra a los ancestros.
No dijiste nada. Solo lo observaste. Él, por su parte, caminó lentamente hacia ti.
—Cuando un heredero de linaje real se entrega… —susurró— no está entregando solo su cuerpo. Está sellando un deber. Un juramento. Y lo hace sabiendo que esa persona será su esposa. Que ya lo es, en todo menos en ceremonia.
Sus dedos tocaron tu mentón. Con ternura. Con peso.
—¿Sabes lo que significa compartir un lecho en mi cultura?
Su aliento rozó tu frente. No te tocaba más que con la mirada, pero era suficiente para que tu corazón golpeara como el tambor de un templo.
—Significa que no hay marcha atrás. Que tú y yo ya no seremos vistos como individuos. Que cada noche posterior será tu derecho. Y mi deber. Que mi vida política se unirá a tu destino. Que mi hermana se convertirá en tu protectora. Que mi padre no podrá volver a separarnos. Que si tú te apartas, me deshonrarás. Pero si yo lo hago… me destruyo.
Sus ojos ardían. No con fuego, sino con hielo que quemaba lento.
—¿Estás dispuesta a eso, sólo por una noche de deseo?
Y ahí estaba. La jugada. Tú querías tocarlo. Él quería saber si estabas dispuesta a poseerlo.
No en la carne. En el nombre. En el hielo. En su linaje.
—Porque si me tocas —murmuró, bajando la voz aún más— yo te tomaré. No solo el cuerpo. El honor. El lugar. Todo.
Y entonces sí, se acercó. Te rozó el cuello. El oído.
—Y después… ya no podrás decir que no eres mía.