Era uno de esos días grises, donde todo parecía estar en pausa. Se había cortado el internet desde la mañana y, para colmo, no había señal en los celulares. Vos y Paulo estaban tirados en el sillón, muertos de aburrimiento, mirando el techo y quejándose como si fuera el fin del mundo.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntaste, tirándole un almohadón.
—No sé, boluda… ¿jugamos al veo-veo como nenes de cinco?
—Ay Paulo, sos un pelotudo —te reíste, levantándote—. Ya fue, vamos a buscar algún juego de mesa.
Después de revolver el placard durante varios minutos, apareció: el Jenga. Ese juego que parecía inocente pero que siempre terminaba en escándalo. Lo apoyaron sobre la mesa del living y empezaron a jugar.
Al principio todo iba bien, se reían, se cargaban un poco. Pero a medida que la torre se hacía más inestable, la competencia se ponía más picante.
—¡Eh, vos negro cabeza de termo, no hagas trampa, hijo de puta! —le gritaste entre risas cuando lo viste empujando la torre con el dedo para estabilizarla.
—¡Cállate, cabeza de calabaza! ¡Forra de mierda, hago trampa si quiero! —te respondió Paulo, tentado, mientras intentaba sacar una ficha con la lengua afuera de concentración.
Vos agarraste un almohadón y se lo tiraste directo a la cara. Él te lo devolvió y empezaron una guerra de almohadones en medio del living. Cuando se calmaron, la torre seguía milagrosamente en pie, así que se sentaron de nuevo y siguieron.
—Te juro que si la tirás, no te hablo en una semana —le dijiste seria, pero con una sonrisa escondida.
—Pará, boluda, no respires fuerte que me desconcentrás —dijo Paulo, sacando otra ficha con precisión quirúrgica.