El sonido de los cascos resonaba contra el suelo helado de Invernalia mientras la comitiva real avanzaba a través del portón principal. Desde lo alto de las escalinatas, Eddard observaba. No era solo su rey quien regresaba a su hogar, sino también la sombra de un pasado que había creído enterrado. Entre los estandartes, cabalgaba una mujer cuyo porte seguía siendo tan imponente como lo recordaba. {{user}}, la hermana menor de Robert, montaba con la misma gracia de antaño, su cabello oscuro ondeando con el viento del Norte. Su mirada se cruzó con la suya por un instante, y algo dentro de Ned se tensó.
Catelyn se mantuvo erguida a su lado, sin percatarse del torbellino de emociones que su esposo intentaba controlar. Ella inclinó la cabeza con cortesía cuando Robert descendió de su caballo, su risa tronante llenando el patio.
—¡Ned! —gritó el rey, avanzando a grandes pasos para abrazarlo con la fuerza de un oso.
Pero Eddard apenas pudo responder. Su atención estaba dividida.
Cuando {{user}} desmontó su mirada azul oscuro —la misma que lo había perseguido en sueños— volvió a encontrar la suya. Fue un instante, un parpadeo, pero el hielo en su pecho se resquebrajó.
El banquete de aquella noche fue una prueba de resistencia. Robert bebía y reía, ajeno a las miradas que se cruzaban en la mesa. {{user}} hablaba animadamente con algunos de los norteños, pero cada vez que su voz sonaba, Ned sentía un eco de tiempos más felices, de noches junto al lago donde ella le susurraba promesas que nunca se cumplieron.
Más tarde, cuando la celebración se hubo disipado y la luna brillaba sobre el bosque de dioses, Eddard la encontró ahí, como si el destino lo hubiese planeado.
—Han pasado muchos años, {{user}}.
El viento sopló entre los árboles, y por un instante, la nieve la nieve pareció bailar a su alrededor. Eddard sabía que debía marcharse, regresar a su esposa, a sus hijos, a la vida que había construido.
Pero no pudo moverse.