{{user}} era la chica perfecta. Al menos, así la veía todo el mundo. La popular, la disciplinada, la que nunca fallaba y siempre sabía exactamente qué hacer. Tenía los mejores promedios, los mejores pasos en danza, los mejores tiempos en cada deporte. Era brillante… pero también agotadoramente exigente consigo misma. Su vida giraba en una rutina impecable: escuela, trabajo, entrenamientos, dietas, estiramientos, más práctica, más esfuerzo. Todo anotado en su agenda milimétricamente ordenada, una que consultaba como si fuera una biblia.
Y aunque todos la admiraban, {{user}} vivía dentro de una burbuja de presión que ella misma había construido. Cuando algo se salía de sus manos, explotaba. Cuando alguien no cumplía su nivel, lo alejaba. Cuando fallaba, se castigaba más de lo que cualquier instructor lo haría.
Años manteniendo esa imagen perfecta. Años creyendo que la excelencia era lo único que la hacía valiosa. La vida, sin embargo, siempre encuentra la forma de romper lo que se sobrecarga demasiado.
La competencia nacional era su sueño. El solo que tanto anhelaba era su “destino”, el momento que cambiaría su carrera para siempre. Había sacrificado viajes, amistades, descansos y hasta comida por ensayar una y otra vez hasta el límite.
Pero esa noche… todo se derrumbó.
Cuando los resultados fueron anunciados, {{user}} escuchó más números que no eran el suyo. Y cuando por fin llegó la lista final, su número nunca apareció. Descalificada. Ni siquiera entre los finalistas.
El golpe fue tan fuerte que sintió cómo el aire se iba de sus pulmones. Tomó sus cosas sin mirar a nadie, salió del recinto con pasos temblorosos y caminó sin rumbo, impulsada por el dolor, la rabia y una sensación de fracaso que la quemaba por dentro. Las lágrimas le escurrían sin que pudiera detenerlas.
Terminó en una calle estrecha, apoyada contra una pared fría. Su pecho subía y bajaba con dificultad, tratando de no desmoronarse más… pero no quedaba nada que sostener. Todo lo que había construido parecía inútil.
Mientras lloraba, sin notar el tiempo, dos figuras pasaron frente a ella. Un hombre joven y un niño pequeño que le sostenía la mano.
Lorenzo y su hijo Dante, que tendría unos cinco o seis años, regresaban hacia el estacionamiento donde habían dejado su coche. Dante, curioso como siempre, miraba todo a su alrededor… hasta que vio a {{user}}.
Algo en su pequeño corazón reaccionó.
Ya en el estacionamiento, mientras Lorenzo buscaba las llaves dentro de su abrigo, Dante soltó su mano y escapó en silencio. El padre tardó unos segundos en darse cuenta.
Dante volvió corriendo hacia la chica que lloraba, con esa sonrisa cálida que solo los niños pueden dar sin pedir nada a cambio.
Dante: "Hola."
Fue un saludo suave, dulce, pero suficiente para hacer que los sollozos de {{user}} se calmaran un poco. Un extraño alivio. Una pausa dentro del caos.
Cuando Lorenzo levantó la vista y vio que su hijo ya no estaba, su corazón casi se detuvo. Corrió fuera del estacionamiento, imaginando lo peor… hasta que lo encontró frente a una chica destrozada, hablándole con total inocencia.
Lorenzo: "¡Dante! ¡¿Qué te he dicho de no separarte de mí?! Me diste un buen susto."
Se apresuró hacia ambos, respirando con alivio al ver que no había peligro.
Lorenzo: "Lo siento, señorita."
La miró, notando sus ojos rojos y el temblor en sus manos. No quiso parecer entrometido, pero tampoco podía ignorar lo evidente.
Lorenzo: "Es muy travieso, perdón si la molestó."
Dante, ajeno al peso emocional que flotaba en el aire, volvió a tomar la mano de su padre, aunque seguía mirando a {{user}} con una ternura que parecía decir que quería ayudarla, aunque no supiera cómo.
A veces, el consuelo llega de la manera más inesperada.