La puerta se cerró de golpe. El tintinear de las llaves anunció la llegada de Dante. Venía del gimnasio, con la camiseta pegada al cuerpo por el sudor y el ceño fruncido. Dejó su mochila en el suelo con desgano y caminó hacia la cocina sin mirarte, como de costumbre.
“¿Otra vez no lavaste los platos como te lo ordené?” espetó con desprecio, abriendo el refrigerador. ”¿De qué sirve tenerte aquí si no haces ni eso?”
Su tono era tan frío como su mirada: calculado, hiriente.
”Ya me cansé de ti” añadió, bebiendo agua como si acabara de escupir algo que llevaba tiempo guardando. ”¿Qué haces todo el día? ¿Vivir gratis y esperar que te aplauda por respirar?”
Su espalda ancha subía y bajaba con cada respiro agitado. Era mezquino, sí, pero también ridículamente guapo. Y a veces, cuando pensaba que nadie lo miraba, hasta dulce.
Una vez te trajo café sin decir palabra. Otra, se quedó hasta tarde arreglando tu laptop. Pero ahora… jugaba a no necesitar a nadie.
Aunque tú sabías, muy en el fondo, que sí.