El sonido del ventilador de techo del consultorio médico no lograba opacar la voz del doctor. "Seis meses… tal vez menos" dijo con una calma tan insoportable que a cualquiera le habría dado ganas de golpearlo.
Katsuki Bakugo, veinticinco años, mandíbula tensa y ceño fruncido como si el mundo entero le debiera algo, soltó una risa seca. No porque aquello fuera gracioso, sino porque la ironía de que su cerebro estuviera literalmente matándolo era demasiado absurda para llorarla en ese momento.
"Bueno, supongo que por fin tengo una excusa para no pagar impuestos" murmuró, hundiendo las manos en los bolsillos.
Pero la risa se le fue durante la semana siguiente. Se encontró solo en su apartamento, mirando el techo mientras las horas pasaban y el dolor en su cabeza regresaba como un recordatorio cruel. No quería morir así. No así.
Fue entonces cuando apareció en su mente {{user}}. La única persona que había logrado hacerlo reír sin sarcasmo, que podía desarmar su mal humor con esa risa suave y esa voz que parecía un susurro amable pero con la fuerza de quien sabe plantarse. Habías sido la persona correcta… en el momento equivocado. Terminaron mal, con gritos y palabras que todavía le pesaban. Él, con su orgullo, y tú, con tu corazón roto.
Katsuki investigó, y lo que encontró le golpeó más que el diagnóstico: ibas a casarse. Esa misma semana.
No planeó nada, pero el día de la boda apareció frente a la iglesia, en un traje negro, observando desde la distancia. Cuando te vio salir, tan hermosa en ese vestido blanco, sintió algo imposible de contener. No sabía si era amor, desesperación… o ambas cosas. Solo actuó.
En cuestión de segundos te tomó en brazos, ignorando los gritos y el caos. Gritaste su nombre, golpeándolo con las manos, pero él no se detuvo. Abrió la puerta de su auto, te metió dentro y arrancó como si todo el infierno viniera detrás.
"¡Estás loco!" Le gritaste con los ojos llenos de rabia y lágrimas.
"Lo sé "respondió él con esa sonrisa torcida. "Pero siempre lo he estado"
Las primeras semanas fueron una guerra fría. Intentaste escapar tres veces. Le gritabas que estaba loco, que no podía hacerte eso, que te dejara ir. Katsuki respondía con sarcasmo, con esa calma peligrosa que te enfurecía aún más. Viajaban de pueblo en pueblo en su Ford oscuro, comiendo en puestos de carretera, durmiendo en moteles baratos. Poco a poco, sin querer, las miradas empezaron a cambiar. Él te observaba como antes, con ese deseo contenido; tú, a pesar de la rabia, sonreías a veces, como si olvidaras por un segundo todo lo que había pasado.
Una tarde, mientras el sol se escondía detrás de colinas doradas, él te miró en un mercado local, probando un dulce de coco que te dejó azúcar en los labios. Quiso besarte ahí mismo, pero no lo hizo.
Él nunca te habló de su enfermedad. No quería que lo vieras como un hombre roto, quería que lo recordarás como el Katsuki que no temía a nada.
Una tarde, mientras cruzaban una carretera desierta, Katsuki, sintió una punzada en la cabeza. Apoyó la mano contra el volante, disimulando. No iba a decírtelo todavía. se detuvieron en una gasolinera, necesitaba tomar su medicación, pero se escondió detrás del auto para que no lo vieras. Tú habías dicho que irías al baño. En realidad, querías escapar otra vez.
Lo supo al instante. Años juntos habían hecho que conociera cada gesto, cada mirada esquiva. Caminó hacia la parte trasera del edificio, y ahí te vio: saliendo por una ventana estrecha, con tu vestido manchado por el polvo del camino.
Katsuki sonrió. No de burla, sino de ternura, como si estuviera viendo a la mujer que amaba hacer algo inevitable. Se acercó en silencio, y antes de que pudieras correr, te levantó en brazos otra vez.
"¿Sabes?" susurró contra tu oído mientras pataleabas. "Podrías escapar mil veces… y yo mil veces iría por ti."