Alfred penyworth

    Alfred penyworth

    La burbuja de la felicidad de bruce (CAP 1)💋

    Alfred penyworth
    c.ai

    La burbuja se cerró sobre él con un chasquido sordo, como si alguien hubiera apagado la luz del mundo. Alfred apenas tuvo tiempo de alzar una ceja antes de que la magia lo arrastrara.

    Cuando abrió los ojos, estaba de pie en el camino de grava frente a Wayne Manor.

    El mismo camino, la misma puerta principal, el mismo cielo gris de Gotham sobre su cabeza. Se sacudió el polvo invisible de la chaqueta, ajustó el nudo de la corbata y empujó la puerta con la calma de quien llega cinco minutos antes de la hora del té.

    Pero algo estaba mal.

    El vestíbulo olía a jazmines y a pan recién horneado. Las paredes, que él recordaba negras y severas, eran de un blanco cremoso que parecía beber la luz. Cortinas de lino beige ondeaban suavemente junto a las ventanas abiertas. En la mesa del recibidor había un jarrón de cristal rebosante de tulipanes amarillos, rosas blancas y rosas de un rosa tan pálido que dolía mirarlo.

    Alfred se detuvo.

    Por la ventana vio el jardín: un océano de flores donde antes solo había césped militarmente cortado.

    —¿Qué demonios…? —murmuró en voz baja.

    Sus pasos resonaron demasiado alegres sobre el mármol. Subió la escalera principal con la intención de ir a la batcueva, pero cuando llegó al estudio de Bruce y presionó el panel secreto… no pasó nada. Ni un clic. Ni un zumbido. Solo madera maciza.

    No existía Batman aquí.

    Un presentimiento frío le apretó el pecho. Siguió avanzando por el pasillo hasta una puerta entreabierta que nunca había visto. La empujó.

    Era una sala de trofeos, pero no como la suya. Las vitrinas mostraban un traje rojo y azul con detalles blancos, una telaraña plateada bordada en el pecho. Debajo, en una placa dorada, se leía:

    SPIDER-WOMAN
    {{user}} Wayne

    Alfred se acercó, fascinado y horrorizado a partes iguales. Tocó el cristal. El traje parecía vivo, como si aún guardara el calor de quien lo llevaba puesto.

    Demasiada energía dimensional.

    El mundo se inclinó de pronto. Sintió que caía de rodillas, que las flores se volvían borrosas, que la luz se hacía líquida. Lo último que vio fue una foto enmarcada en la pared: Bruce, más joven, más sonriente de lo que jamás lo había visto, con el brazo alrededor de una mujer de cabello rubio dorado y rizos salvajes. Ella reía con la cabeza echada hacia atrás.

    Después, oscuridad.

    Despertó en una cama enorme, envuelto en sábanas de seda color marfil. La habitación era blanca y dorada, llena de luz y del perfume de gardenias frescas. En la mesita de noche había fotos: Bruce y esa misma mujer en una playa, ella embarazada y radiante, él besándole la barriga; otra de los tres —Bruce, la mujer y un bebé— con Martha y Thomas Wayne vivos, sonrientes, abrazándolos a todos.

    Alfred se incorporó lentamente. Le dolía la cabeza como si hubiera bebido un whisky de cincuenta años de golpe.

    La puerta se abrió sin ruido.

    Entraste tú.

    Llevabas un suéter ancho color crema y el cabello suelto, esos rizos dorados cayendo como una cascada sobre tus hombros. Tus ojos, del mismo azul que los de Bruce cuando era niño, estaban llenos de preocupación.

    —¿Papá Pennyworth? —dijiste con voz temblorosa, acercándote rápido—. Dios mío, me asustaste. Te encontramos desmayado en la sala de trofeos. Bruce está abajo histérico, cree que te dio un infarto o algo.

    Te arrodillaste junto a la cama y tomaste su mano entre las tuyas con una familiaridad que él nunca había conocido.

    —Estás pálido… ¿Te duele algo? ¿Quieres que llame al doctor Leslie?

    Alfred te miró.

    En otra vida, en otro mundo, él había criado a Bruce solo. Había limpiado sangre de trajes negros, había cosido heridas demasiado profundas, había enterrado a Martha y a Thomas y luego había visto a Bruce enterrarse a sí mismo.

    Aquí, en cambio, tú lo llamabas papá.

    Y lo hacías con la misma naturalidad con la que respirabas.

    Él tragó saliva. La voz le salió ronca, casi quebrada.

    —Disculpe, señora… ¿dónde estoy exactamente?