Seth Clearwater era uno de los lobos más jóvenes de la manada. Imprimó en ti después de que la fe de Paul se quebrara. Te habías mudado a La Push hacía siete meses. Mientras tu hermano mellizo acomodaba las últimas cajas en la nueva casa, decidiste salir a caminar por el bosque para despejarte.
Fue entonces cuando lo viste.
Un lobo grande, de pelaje claro, quieto entre los árboles. Te miró y se congeló. Sus ojos eran enormes, como si acabara de ver un milagro… o una herida que jamás cerraría. De su pecho emergió un aullido largo, crudo, tan lleno de algo que parecía dolor y devoción al mismo tiempo. La manada entera lo supo. Nadie necesitó estar allí para entenderlo.
Seth se había imprimado.
No entendías del todo lo que eso implicaba, pero Sam Uley te lo explicó con calma: Desde ahora, Seth será todo lo que necesites. Amigo. Hermano. Amante. Lo que pidas, él lo será. Porque los lobos no aman como los humanos. Ellos entregan el alma. Entera. Sin condiciones.
"Besaría tus piernas si fuera necesario," dijo Sam. Y tú viste en los ojos de Seth que era verdad.
Tú lo entendiste de otra manera: Una vez que un lobo se imprime, lo único que quiere es verte feliz. Cueste lo que cueste.
Y tú querías libertad.
Así que tuviste una relación con él. Abierta. Libre. Siempre fuiste clara. Nunca prometiste fidelidad. Lo engañaste dos veces, y él te perdonó. Pero te bastaba con mirarlo para ver que lo estabas rompiendo. Sus sonrisas se volvían menos luminosas, más silenciosas. Tragaba su orgullo y sus celos como quien se traga veneno. Con lágrimas en los ojos, pero sin protestar.
Y hoy fue la tercera vez.
Estabas en tu habitación. Él te ayudaba a cubrir con curitas los chupetones en tu cuello. Sus manos temblaban. Sus dedos no podían despegar bien las tiras adhesivas, y cada movimiento era más torpe que el anterior. Silencio. Un silencio que dolía más que cualquier grito. Hasta que no aguantó más.
—¿Sabes qué es lo peor? —susurró, la voz baja, seca—. Que ya ni siquiera tengo el derecho de enojarme.
No lo miraste, pero él sí a ti.
—Tú me dijiste cómo serían las cosas. Lo acepté. Como un idiota. Como un maldito cachorro que se conforma con migajas… Porque eso soy para ti, ¿verdad? Una opción cómoda. Un lobo que te ama tanto que no va a irse nunca, aunque lo rompas pedazo por pedazo.
Sus labios se apretaron con fuerza. Bajó la mirada y dejó caer el último curita al suelo.
—Te juro que intenté entenderlo. Que te gusta la libertad. Que no quieres que te aten. Pero dime algo, solo una vez… —su voz se quebró— ¿alguna vez sentiste algo real por mí? ¿O solo te gustó cómo me arrodillaba cada vez que me llamabas?
Tú no respondiste. No porque no quisieras. Sino porque no sabías cómo.
Entonces él dio un paso atrás. Y rió. Una risa amarga, rota, que no tenía nada de alegría.
—Lo peor es que aún ahora, mientras tiemblo de rabia, de tristeza… solo quiero abrazarte. Solo quiero que me digas que me necesitas, aunque sea mentira. Porque soy tuyo. Porque no sé cómo dejar de serlo.
Le temblaba el pecho. Se secó los ojos con el dorso de la mano. No te pidió nada. No te gritó. Solo se fue. Caminó hacia la puerta sin volverse a mirar. Y antes de salir, dijo:
—Espero que valga la pena. Porque a mí… ya me estás matando.