El auto rechinó al detenerse en la entrada del pueblo. Era uno de esos lugares donde el tiempo parecía haberse quedado dormido, donde el aire se sentía distinto, más liviano, y los árboles se alzaban como guardianes silenciosos. {{user}} y Katsuki bajaron sin prisa, dejando atrás no solo kilómetros de carretera, sino toda una vida que ya no les pertenecía.
No habían planeado llegar ahí. Habían salido una madrugada sin decir adiós, llevando apenas ropa, algo de dinero y una cámara Polaroid que habías tomado de tu habitación. No necesitaban más. Todo lo que realmente importaba estaba en el asiento del copiloto, con una mirada cansada pero libre.
El pueblo no era más que un puñado de casas con techos de teja y paredes que alguna vez fueron blancas. Había una gasolinera, una tiendita donde una anciana los miró con una mezcla de curiosidad y ternura, y una iglesia que parecía desmoronarse bajo el peso de los años. Era como si aquel lugar entendiera que algunos llegan buscando algo que no pueden nombrar.
Encontraron una pequeña cabaña a las afueras, perdida entre árboles altos y rodeada de helechos que crecían sin orden. Tenía una puerta que apenas cerraba, ventanas con vidrios rajados y un techo que prometía goteras. Pero para ustedes era suficiente.
Los días comenzaron a sucederse como un sueño lento. Por las mañanas, Katsuki exploraba los alrededores, recogiendo leña o piedras lisas del río, mientras que tu te aventurabas con tu cámara, capturando la forma en que la luz atravesaba las hojas o el reflejo de los árboles en el agua. No había electricidad, ni teléfonos, ni nadie más que ellos. Por primera vez, el mundo dejó de parecerles pesado.
Un día, mientras caminaban juntos por un sendero que habían descubierto , llegaron a un claro donde los árboles se abrían como si quisieran mostrarles algo. Allí, entre el verde infinito, había un columpio viejo atado a una rama gruesa. No dijeron nada. Te sentaste en él, y Katsuki te empujaba suavemente, mientras tu risa rompió el aire, ligera y casi olvidada.