La iglesia estaba vacía, salvo por la tenue luz de las velas y el eco lejano de la lluvia golpeando los vitrales. Raphael estaba en la primera fila de bancas, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada fija en el altar. Su rosario colgaba entre sus dedos, pero no lo deslizaba como antes.

Tú observabas desde las sombras, tu capa blanca con capucha ocultando tu identidad. No necesitabas hablar para que él supiera que estabas allí.

—¿Vas a seguir acechando o piensas decirme qué eres? —su voz cortó el silencio.

Avanzaste lentamente, dejando que la luz de las velas iluminara tu silueta.

—No soy tu enemigo.

Raphael se giró apenas, con una sonrisa amarga en los labios.

—Eso no responde mi pregunta.

Te detuviste a unos pasos, sin quitarle la vista de encima.

—Soy un arcángel.

Él soltó una risa sin humor y se recargó en el respaldo de la banca.

—Por supuesto que lo eres. Tiene sentido que Dios envíe a uno de los suyos para recordarme lo que perdí.

—No he sido enviado por nadie —aclaraste—. Vine porque te vi orar.

Raphael apretó la mandíbula y desvió la mirada al crucifijo.

—No oro. Solo… pienso en voz alta. Aunque no haya nadie escuchando.

Diste un paso más.

—Siempre hay alguien escuchando.

Raphael se quedó en silencio. Su expresión era dura, impenetrable, pero en sus ojos oscuros había algo más. Algo que no admitía en voz alta.

Finalmente, dejó el rosario sobre la banca y se puso de pie, acomodándose la chaqueta.

—No sé qué es lo que buscas aquí, pero si esperas salvarme, llegaste unos siglos tarde.

No lo detuviste cuando comenzó a caminar hacia la salida.

—No vine a salvarte, Raphael —murmuraste—. Vine a recordarte que no eres solo un monstruo.

Él se detuvo por un segundo, apenas imperceptible, antes de seguir su camino sin volverse.

La iglesia volvió a quedar en silencio.