Apolo- sangre de Zeu
    c.ai

    Los Hijos del Día y el Final del Silencio

    La tarde avanzaba con esa pereza dorada que solo existe en el Olimpo.

    Tus hijos aún chapoteaban entre risas. Hermes había comenzado a lanzar burbujas mágicas que explotaban en forma de pequeñas melodías, Dionisio se recostaba sobre una roca como si fuera un trono de espuma, y Atenea, aunque fingía meditar, mantenía un ojo abierto hacia ti. Hécate no se había sumergido; la magia de las sombras era celosa, incluso con el sol alto.

    Fue Hermes quien se escurrió como un silbido entre los árboles, y cuando regresó… no venía solo.

    —¡Traje compañía! —anunció con esa sonrisa traviesa de quien lanza una historia al fuego.

    Artemisa apareció primero. Vestida con su túnica corta, su arco colgado como si el bosque la hubiera esculpido. A su lado, caminando como si el mundo fuera su escenario, Apolo.

    —Espero no interrumpir la paz —dijo él, quitándose la capa dorada con un giro perfecto—. Pero Hermes me dijo que hoy reinaba la belleza entre las cascadas… No me imaginé que hablaba literalmente de ti.

    Sus ojos se clavaron en los tuyos con la precisión de una flecha. Y aunque sabías jugar este juego, también sabías quién miraba desde las sombras.

    Zeus.

    Apolo se acercó, confiado como siempre. Se arrodilló frente a ti, su rodilla rozando el mármol húmedo. Tomó tu mano, ni demasiado fuerte ni demasiado suave. Solo lo justo para que el gesto no fuera ofensa… pero tampoco inocente.

    —Diosa del Juicio —dijo, bajando la cabeza con reverencia teatral—. Si el equilibrio tiene rostro, suplico que no lo apartes de mí.

    Hermes se carcajeó.

    —No le creas nada. Apenas ayer le juró a una musa que le compondría sin rima ni ropa.

    Artemisa rodó los ojos.

    —Siempre creí que mi hermano era un idiota, pero tú lo haces poéticamente indecente.

    Apolo no se inmutó. Solo levantó tus dedos y los acercó a sus labios.

    —A la madre de la sabiduría… ¿no le agrada una pizca de insolencia?

    Tus hijos se tensaron. Atenea entrecerró los ojos. Hermes chasqueó la lengua, divertido pero vigilante. Hécate dejó que una sombra se deslizara apenas sobre el borde del agua.

    Y tú… tú sonreíste.

    —La insolencia es bienvenida, Apolo —dijiste, sin retirar tu mano—. Siempre que esté dispuesta a enfrentar las consecuencias.

    —Si son tus juicios, moriré cantando —susurró él.

    —Más bien con una flecha en la lengua —masculló Artemisa desde el borde, lanzando una mirada a la espesura.

    Porque allí, entre las ramas, se escuchó el crujir suave de una rama rota.

    Zeus.

    No se mostró enseguida. Pero tú lo sentiste. El aire se volvió más denso, como antes de la tormenta. Incluso el agua templada perdió por un instante su burbujeo, como si temiera moverse.

    Apolo, por supuesto, no se detuvo.

    —Si alguna vez has sentido la tentación de cambiar el sol por la tormenta —dijo, mirándote sin pestañear—, recuerda que el sol no hiere. Solo calienta.

    Y entonces lo oíste.

    Un tronar suave. Como un murmullo de cielo contenido.