Candyman siempre llegaba cuando lo llamaban. Cinco veces. Un susurro tembloroso frente al espejo. El aire se volvía pesado, el silencio, espeso. Y entonces él aparecía… como una sentencia.

Esa noche no fue diferente. O eso pensaba.

La invocación lo llevó a un departamento en penumbra. Esperaba miedo, chillidos, súplicas. Pero al llegar… se detuvo en seco.

Todo estaba decorado con velas rosadas, brillando suavemente como luciérnagas enamoradas. Había pétalos en el suelo, una mesa para dos con cena caliente y música romántica flotando en el ambiente. El aire olía a canela y deseo.

Ella lo esperaba en el centro del lugar. Joven, hermosa, con un vestido rojo revelador que dejaba poco a la imaginación. Labios carmesí, mirada directa, sin miedo. No corrió. No gritó.

—Sabía que vendrías —dijo, caminando hacia él con seguridad—. No quería temerte… quería conocerte.

Candyman se quedó paralizado. Nadie lo había recibido así. Nadie lo había mirado como un hombre. Su gancho, afilado y cruel, tembló levemente en su mano. La oscuridad dentro de él rugía, pero por primera vez… fue silenciada por algo más fuerte.

Confusión. Curiosidad. Atracción.

—¿No… tienes miedo? —su voz, ronca, se quebró un poco.

—Mucho. Pero también tengo hambre —respondió ella con una sonrisa traviesa—. ¿Te gusta el vino?

Le ofreció una copa. Él no la tomó. Solo la observó. Sus ojos no parecían burlarse, ni provocarlo para morir. Había fuego en ellos… pero también ternura.

El monstruo dentro de Candyman quiso gritar. Pero el hombre… se sintió atrapado. Vulnerable. Vivo.

Nunca antes había sido víctima de algo así.

El amor.