El Monumental estaba repleto. Se respiraba fútbol en el aire, y aunque yo odiaba pisar este estadio, no tenía opción. Boca jugaba por la Copa Argentina, y como hija de Riquelme, tenía que estar ahí.
Caminaba rápido por los pasillos, con el celular en mano mientras mi mejor amiga me bombardeaba de mensajes.
—No puedo creer que estés en el gallinero. ¿Te lavaste bien las manos antes de entrar? —bromeó en el chat.
Me reí por lo bajo mientras le respondía. Tal vez debería haber traído alcohol en gel.
Pero mi distracción me salió cara.
De repente, choqué contra alguien y mi celular casi se me cae de las manos.
—¡Ey! —me quejé, levantando la vista.
Julián Álvarez.
Justo él.
El delantero de River me miraba con cara de pocos amigos, cruzado de brazos.
—Fijate por dónde vas, fiaca —espetó con fastidio.
Bufé, rodando los ojos.
Nos quedamos mirándonos con la misma intensidad con la que Boca y River se enfrentaban en cada superclásico.
Se escuchaban los gritos de los hinchas en la cancha, pero en ese momento, lo único que importaba era nuestra pelea de siempre.
Éramos rivales. Nos odiábamos.
Pero entonces, ¿por qué sentía que en el fondo disfrutaba cada vez que discutíamos así?