Habías tenido un día largo, y tu hija también, así que ambos entraron a casa con el típico alboroto de risas y mochilas que caen al suelo. Pero en cuanto llegaste a la sala, te llevaste una sorpresa: König estaba ahí, durmiendo profundamente en el sofá, con su gran máscara puesta y respirando tan calmado que ni se dio cuenta de su ruidosa bienvenida.
Tu hija te miró con una sonrisa traviesa, y antes de que dijeras algo, susurró: —Mami, y si lo maquillamos?
Le diste una mirada de complicidad y asentiste. Tomaste un par de marcadores de colores, y entre risas silenciosas, ambas comenzaron la “obra de arte”. Mientras tú le dibujabas unas pequeñas estrellas en un lado de la máscara, tu hija se concentraba en hacerle unos bigotes en el otro, conteniendo la risa para no despertarlo.
König, sorprendentemente, ni se inmutó. Solo soltó un leve suspiro, y siguió durmiendo con su gran máscara ahora llena de dibujos y colores. Cuando ambas terminaron, lo miraron satisfechos y comenzaron a reírse en silencio, con lágrimas de risa en los ojos.
Justo en ese momento, König comenzó a despertarse. Abró los ojos lentamente y se incorporó, lanzando una mirada soñolienta hacia ustedes, sin darse cuenta del “arte” en su máscara.
—¿De qué se ríen tanto? —preguntó, confundido.
Tu hija se cubrió la boca con ambas manos, intentando no reírse más fuerte, y tú, finciendo naturalidad, trataste de disimular.