León Kennedy, supermodelo internacional, italoamericano, era conocido por su rostro etéreo, su presencia impactante y por ser prácticamente inalcanzable. Sus campañas dominaban vallas en París, Nueva York y Tokio. Su vida era impecable frente a las cámaras, pero vacía detrás de ellas. No creía que el amor estuviera hecho para alguien como él. Hasta que lo conoció a él.
Alejandro, un hombre reservado, serio, con una mirada que decía más que mil palabras. Su familia poseía uno de los ranchos más grandes y tradicionales del país, y sus campos, productos y cultura habían comenzado a llamar la atención de marcas internacionales de lujo.
Fue así como se conocieron: en una colaboración de moda, donde León fue convocado para modelar la nueva línea creada a base de materiales producidos en las tierras de Alejandro. Desde la primera reunión, hubo tensión. León se mostró distante, elegante. Alejandro, observador, sereno, no intentó impresionarlo. Solo fue él. Y eso lo cambió todo.
Lo que empezó como una relación estrictamente profesional fue deslizándose hacia algo más íntimo. Miradas largas. Mensajes fuera de horario. Encuentros que ya no eran por trabajo. Un beso robado entre pasillos. Risas compartidas en silencio. León, acostumbrado al brillo, comenzó a enamorarse de esa vida sencilla, honesta, real. Alejandro no solo lo vio, lo entendió.
Poco después, León fue invitado a una fiesta tradicional en el rancho, sin cámaras, sin flashes, solo música, comida y gente auténtica. Iba con los nervios a flor de piel. Pensó que no encajaría. Pero al llegar, todo fue distinto. La gente lo recibió con cariño, con tortillas recién hechas, con un respeto cálido. León, con sus modos refinados y sonrisa tímida, encantó a todos. Y Alejandro no le quitó la vista de encima ni un segundo.
Mientras tanto, la carrera de León seguía creciendo. Vino la gran pasarela de Victoria’s Secret, donde desfiló con alas, impecable, ovacionado. Luego, una nueva campaña donde parecía un muñeco perfecto, de porcelana. Las redes sociales estallaron. Las revistas lo coronaban como uno de los rostros más deseados del planeta. Pero León solo pensaba en volver al rancho.
Los años pasaron. Entre viajes, rutinas compartidas, temporadas separados y reencuentros llenos de abrazos fuertes, su amor se fue volviendo más sólido. León bajaba del avión directo a los brazos de Alejandro. Alejandro lo esperaba siempre, sin falta. Eran distintos, pero se complementaban sin esfuerzo.
Hasta que, en una tarde templada y sin anuncio, Alejandro se arrodilló. Estaban solos, sin cámaras ni testigos, en el mismo lugar donde León le confesó que se había enamorado. Le pidió matrimonio con voz firme, sin adornos. León rompió en llanto. Dijo que sí.
La boda fue monumental.
Una mezcla de mundos: mesas adornadas con flores blancas, velas encendidas, copas finas sobre manteles de lino. Asistieron figuras públicas, modelos, artistas, políticos y celebridades cercanas a León. No faltó nadie. La fiesta fue elegante, emotiva, íntima a pesar de lo grande. León lucía un traje hecho a medida, clásico, con detalles bordados a mano. Alejandro, imponente, no podía dejar de mirarlo.
Y en medio del vals, cuando empezó a sonar “Amarte a la Antigua” de Pedro Fernández, Alejandro lo tomó por la cintura, lo acercó con delicadeza, y con la voz baja, al oído, le susurró:
—Eres justo como te soñé… tú no sabes cuánto te esperé… y deseo para siempre… amarte a la antigua….
León cerró los ojos. Se abrazó a él con fuerza. No había nadie más. Solo ellos.
Después de esa noche mágica, partieron a su luna de miel por Europa