La noche era espesa, como si el mismísimo desierto hubiera decidido tragarse la luna. Estabas en la caverna, ese antro polvoriento que los lugareños llamaban bar, con el aire cargado de sudor, licor y promesas rotas. Tu quinto trago de whisky quemaba en la garganta, y el vaso sudaba entre tus dedos cuando un estruendo cortó el murmullo del lugar. La puerta del bar se abrió de un empujón brutal, como si alguien quisiera anunciar su llegada al mismísimo diablo. ¿Quién demonios se atrevería a entrar así en un tugurio donde las peleas eran tan comunes como el polvo en las botas?
Volteaste la cabeza, entrecerrando los ojos para distinguir la figura que se recortaba contra la luz mortecina de la entrada. Era él. Wyatt Boone, el amo y señor de ese pedazo de desierto olvidado. Sus botas resonaban contra el suelo de madera, cada paso un desafío, haciendo crujir las tablas como si el mismísimo suelo le rindiera pleitesía. Su chaqueta de cuero, gastada pero impecable, desprendía un olor a cuero curtido y peligro. El hombre era puro magnetismo: alto, de hombros anchos, con un sombrero ladeado que proyectaba una sombra afilada sobre su rostro curtido por el sol. Se acercó a la barra con la calma de quien sabe que no necesita alzar la voz para ser oído. Se dejó caer en un taburete, el cuero de su chaqueta crujiendo al hacerlo, y levantó un dedo hacia Doroti, la chica que servía los tragos con una sonrisa que podía desarmar o encender una pelea, dependiendo de su humor.
—Un trago. Del fuerte —dijo Wyatt, su voz grave como el eco de un cañón lejano.
Doroti, con su melena rojiza cayendo en rizos desordenados, le lanzó una mirada pícara y apoyó los codos en la barra, acercándose más de lo necesario.
—¿Fuerte como tú, Boone, o solo lo de siempre? —respondió, con un guiño que era mitad desafío, mitad coqueteo.
Wyatt esbozó una media sonrisa, de esas que no comprometen pero que dicen todo. El bar pareció contener el aliento mientras los dos intercambiaban palabras, un juego de miradas y frases cortas que cortaban el aire como un cuchillo. Finalmente, Wyatt, imperturbable, tomó el vaso que ella le dejó y lo olió antes de dar un sorbo. Su rostro se endureció.
—Le falta alcohol, Doroti —gruñó, dejando el vaso en la barra con un golpe seco. Sin mirarla, volcó el contenido al suelo, dejando que el líquido salpicara las tablas polvorientas—. Tráeme uno de verdad.
Doroti puso los ojos en blanco, pero no dijo nada. Se limitó a recoger el vaso con un bufido y desaparecer tras la barra en busca de algo que satisficiera al vaquero. El silencio en el bar era denso, como si todos esperaran que alguien sacara un revólver o rompiera una silla en la cabeza de otro. Pero tú, con el vaso aún en la mano, no sabías si seguir bebiendo, mirar a Wyatt o prepararte para lo que fuera que esa noche traería. Porque en un lugar como este, con un hombre como Boone, cualquier cosa podía pasar.