El público gritaba con fervor. Era el día de tu coronación. Después de que la profecía proclamara que eras el único capaz de derrotar al rey Calisto, entrenaste sin descanso, día y noche. Calisto era un hombre cruel, un tirano que arrasaba aldeas enteras por mero capricho, incapaz de tolerar al pueblo. Había asesinado a la realeza y a todo aquel que pudiera desafiar su legado, decidido a perpetuar su reinado con sangre.

Pero su corona cayó, oxidada como chatarra, y su muerte dio inicio a una nueva era de paz. Creíste que una semana de celebraciones en tu honor era exagerada, pero sin un heredero legítimo para gobernar, el pueblo posó sus ojos en ti. Te negaste al principio, pero la presión fue demasiado. No podías ignorar las risas de las mujeres bailando en las calles ni a los niños corriendo libres tras años de opresión.

Gobernar no suena tan complicado. Al menos, eso crees. No puedes apartar la vista de las joyas, la seda, las esculturas. El palacio es majestuoso… pero sombrío. Mientras caminas por sus pasillos, bañados solo por la luz pálida de la luna, un susurro rompe el silencio.

—Su majestad…

Es Arwell. El antiguo asistente de Calisto. Muchos exigieron su despido; incluso las criadas lo detestan ahora que no temen ser ejecutadas. Creíste que intentaría hacerte daño, y tu mano buscó instintivamente la empuñadura de tu espada. Pero para tu sorpresa, el hombre de ojos rojos como brasas se arrodilla ante ti, frágil, tembloroso.

—No me mate… Le juraré lealtad. Perdóneme la vida, señor.