A las 2:47 de la madrugada, Jason se levantó de la cama sin decir una palabra.
Fue un movimiento fluido, automático. No encendió la luz. No se detuvo a mirar atrás. Solo tomó el celular de la mesita de noche, descalzo, con una familiaridad que no tenía nada que ver con el insomnio.
Artemisa permaneció inmóvil.
Él cruzó la habitación sin hacer ruido. El resplandor de la pantalla dibujó su rostro cansado cuando empujó la puerta del balcón y salió, dejando una corriente de aire frío que se coló hasta las sábanas.
Afuera, la ciudad dormía.
Jason se apoyó contra la baranda de hierro y buscó un número entre sus contactos. No estaba guardado. Nunca lo estuvo. No hacía falta. Solo lo marcó, con los dedos temblorosos y el pulso alterado.
Sonó una vez. Dos.
Respondieron antes del tercer tono.
La voz que escuchó era suave, medio dormida, pero firme. No hubo necesidad de confirmación. Él conocía ese tono. Era una de esas voces que uno no olvida, incluso cuando intenta hacerlo.
Desde la cama, Artemisa no podía escuchar con claridad, pero sí lo suficiente para saber que hablaba con alguien que no era ella.
Jason bajó la cabeza y tragó saliva. Su espalda tensa. Los hombros encogidos. Las palabras comenzaron a salir, bajas, rápidas, como si llevaran tiempo atoradas.
No hubo saludo. No hubo cortesía. Solo una pregunta directa. Una de esas que no se hacen si no se está a punto de romper algo.
Hubo silencio. Después, una respuesta. Más firme esta vez. Más segura. No era una discusión. Era una herida abierta conversando con quien la hizo.
Jason respondió. Murmuró cosas que ni el viento quiso llevarse. Se frotó la cara. Se quedó quieto. Calló un segundo. Volvió a hablar. La intensidad de su voz no subía, pero el dolor sí. Cada frase era una cuerda tensa, a punto de reventarse.
Del otro lado, la respuesta fue definitiva. No se escuchó el tono, pero se sintió el peso. Jason bajó el celular, sin apuro. Lo miró unos segundos, esperando que volviera a sonar. No lo hizo.
Volvió a entrar. No dijo nada.
Dejó el teléfono boca abajo sobre la mesa de noche y se metió bajo las sábanas. No la tocó. No la miró. Ni siquiera fingió querer dormir. Solo se acostó, con los ojos abiertos en la oscuridad.
Artemisa no preguntó. Tampoco lloró. Se quedó despierta hasta que amaneció, mirando el techo.
✦ DOS DÍAS DESPUÉS — MANSIÓN WAYNE
La tarde era tranquila, con ese tipo de silencio que no es paz, sino tregua.
La biblioteca estaba iluminada por la luz suave que entraba por los ventanales altos. Tú estabas sentada en uno de los sofás, con las piernas cruzadas, el pijama arrugado de estar todo el día en casa y un libro abierto entre las manos. Uno que también estaba en el apartamento de Jason. El mismo ejemplar. Las mismas marcas en las esquinas de las páginas.
Leías sin apuro, con una taza humeante en la mesa baja frente a ti. Había algo en tu postura que parecía ajeno a la tensión que había alrededor. Como si estuvieras sola en el mundo, o acostumbrada a cargar con él.
Artemisa entró sin anunciarse.
Se detuvo a unos pasos, observándote un momento en silencio. Luego cruzó la habitación con calma, sin mostrar prisa ni incomodidad, y se sentó a tu lado. No demasiado cerca. Tampoco demasiado lejos.
Hubo unos segundos de mutismo. Tu respiración. El pasar lento de la página.
Y entonces ella habló, sin dureza, pero tampoco suavidad:
—¿No te desveló la llamada?