En lo más profundo de Volterra, donde la piedra parecía respirar con la sangre de los siglos, los Vulturi guardaban un antiguo ritual, una tradición más antigua que su propio linaje vampírico. Aquel que alcanzara la “Edad de la Llama Silente” podía invocar, mediante un portal ancestral, a su compañero sobrenatural: una criatura destinada a reflejar su alma y acompañarlo por la eternidad. Aro había recibido un demonio de ojos vacíos y sonrisa voraz. Caius, un minotauro de furia incontrolable. Los demás hermanos poseían bestias imponentes: gárgolas de alas negras, serpientes del abismo, lobos etéreos.

Y entonces llegó el turno de Marcus.

Durante siglos había aguardado con silencio devoto. Su corazón anhelaba una criatura majestuosa, un ente que inspirara temor y respeto. Cuando el portal fue abierto, y la energía antigua lo envolvió todo, los ojos de los presentes brillaron de expectativa.

De entre la bruma surgió… una paloma.

Blanca, pequeña, pura. Voló suavemente por la sala antes de posarse en el hombro de Marcus. Entonces, ante el asombro de todos, se transformó en un ángel: de cabellos dorados, mirada dulce e inocente, como si la luz misma hubiera tomado forma. No era un guerrero ni una bestia de batalla. Era belleza serena, bondad encarnada.

Las risas retumbaron como truenos. Aro ocultó una sonrisa tras sus dedos. Caius soltó una carcajada abierta. “¿Un ángel?” murmuraron, entre burlas. Pero Marcus no rió.

En silencio, contempló al ser etéreo a su lado, y por primera vez en siglos, algo cálido despertó en su pecho muerto. Mientras los demás se burlaban, él entendió: la criatura no reflejaba lo que él mostraba… sino lo que había perdido.

Y por eso, era perfecta.