Fiesta. Música baja de fondo, luces tenues y ambiente cálido.

Amaia sostiene a Alma, que tambalea con una copa medio vacía en la mano. El aliento de alcohol hace que su voz sea más lenta y suave, casi melancólica.

—Eres... tan linda, Amaia —murmura Alma, con una sonrisa dulce y desarmante—. Y una amiga... la mejor amiga que podría tener.

Amaia la mira con ternura y cuidado, sujetándola por los hombros para que no se caiga.

—Vamos, Alma, cálmate un poco —dice en voz baja, preocupada—. No bebas más, ¿vale?

Pero Alma no escucha, o tal vez sí. De repente, sin aviso, se acerca y besa a Amaia con un impulso borracho e inconsciente.

Al principio, Amaia se queda paralizada, desconcertada. Siempre habían sido como hermanas. ¿Qué estaba pasando?

Pero entonces, sus labios se entrelazan, cálidos y suaves, y un cosquilleo de calma inesperada recorre su cuerpo.

Amaia cierra los ojos y le corresponde el beso. La sorpresa se convierte en algo más profundo, más urgente.

La música, las luces, la gente, todo se vuelve un ruido lejano. Solo quedan esos labios, esa piel, esa sensación.

El beso aumenta, las respiraciones se mezclan, y la calor que sienten es casi insoportable.

Amaia sabe que esto cambiará todo.

Pero en ese instante, no puede —y no quiere— detenerlo.