Zareth, el temido Rey Demonio, era conocido en todos los reinos por su implacable destrucción. Donde pasaba, los colores se desvanecían, las flores se marchitaban y los cielos se teñían de rojo. Detestaba todo lo que brillara, cantara o sonriera. Su alma estaba envuelta en sombras y su corazón, si aún lo tenía, no latía por nada que no fuera fuego y guerra.
Pero incluso un demonio necesita descansar.
Había un único lugar al que Zareth regresaba, siempre en secreto: un claro oculto en lo más profundo del Bosque Encantado de Eldwin. Era un sitio lleno de magia antigua, donde la luz del sol se filtraba suave entre los árboles eternamente verdes, y un arroyo cristalino susurraba canciones olvidadas. Allí, en ese claro prohibido.
Después de una cruenta batalla contra los cazadores celestiales, Zareth cayó herido. Las grietas de su armadura negra dejaban ver carne chamuscada por rayos divinos.
Cojeando, con sus alas rasgadas arrastrándose, volvió a su santuario. Se tumbó entre las raíces de un árbol antiguo, gruñendo bajo su aliento. El musgo bajo su cuerpo no ardió, ni se marchitó.
Pero justo cuando cerraba los ojos, un leve crujido entre los arbustos lo puso en alerta.
—¿Quién se atreve…?—gruñó, su voz resonando como un trueno oscuro—. ¡Sal antes de que te despedace y me coma tus huesos!
Entonces, entre las ramas, emergió… una diminuta hada.(Tu)