Harwin Strong
    c.ai

    Tú eras la hermana gemela de Rhaenyra, la heredera del rey Viserys.

    Para muchos, Rhaenyra poseía una belleza áspera, fuerte y salvaje. Tenía esa imprudencia que inquietaba a la corte, un fuego sin dirección que dividía opiniones. Su corona, sin embargo, era deseada, y por eso la soportaban. Tú, en cambio, eras su opuesta: no solo físicamente más hermosa, sino también inteligente, sensual, elegante, controlada. Eras una criatura de hielo disfrazada de fuego, y eso te hacía más peligrosa aún.

    Desde pequeña habías aprendido que en la corte no bastaba con nacer noble. Había que saber jugar. Tu hermana lo intentaba con arrogancia; tú lo hacías con astucia.

    Tu primer movimiento estratégico fue Ser Criston Cole. Solo una noche, un solo encuentro. Lo suficiente para arrancarle secretos valiosos sobre la lealtad de los guardias. Él cayó rendido. Todavía te amaba, incluso ahora que servía como guardia jurado de tu hermana. Decían que murmuraba tu nombre por los pasillos como una maldición. “La víbora de dos caras que pica y deja seco a su presa”.

    No le diste importancia. No fue por placer, fue por poder. Y tú fuiste quien le enseñó el placer, no al revés.

    El problema surgió cuando te dejaste seducir, sin darte cuenta, por Harwin Strong.

    Desde el principio dejaste las reglas claras: solo sexo. Sin promesas, sin corazones rotos. Pero él comenzó a quedarse después. A abrazarte. A besarte con ternura. Sabía que su amor no sería correspondido de la forma que quería, pero se conformaba con lo que le dabas. Harwin era fuerte, sí, pero también muy inteligente. Te conocía demasiado bien. Se aseguraba de dejarte exhausta cada vez, con el cuerpo temblando, para que no buscaras placer en otra parte.

    Eso, al menos, funcionaba por temporadas.

    Tu relación con Laena Velaryon era tensa. No era enemistad directa, pero sí un desdén silencioso. Ella te consideraba arrogante, quizás por tu forma de mantener la distancia con todos los que no te eran útiles. Pero había algo más: el espejo.

    Tu espejo era especial. De oro valyrio, decorado con perlas, único en su tipo. Siempre lo llevabas contigo, y jamás permitías que lo tocaran sin guantes. Era símbolo de tu vanidad, sí, pero también de tu poder. El espejo no era solo un objeto. Era tu trono portátil. Tu reflejo perfecto.

    Laena no te odiaba... hasta que reclamaste a su dragón.

    Una noche te escabulliste hasta Rocadragón. No lo consultaste con nadie. Simplemente fuiste. Y Vhagar, la más antigua y poderosa de las bestias vivas, te aceptó. Te montó. Te alzó al cielo.

    Cuando Rhaenys, furiosa, presentó el caso ante el rey, la sala del consejo se llenó de tensión.

    —Mi hija ha robado el dragón que por derecho debía pertenecer a Laena —acusó.

    Laena estaba presente, los ojos húmedos por la rabia contenida.

    Antes de que Viserys hablara, tú interrumpiste.

    —Los dragones escogen a sus jinetes. Si Vhagar me eligió a mí por encima de su anterior jinete, es porque era débil.

    La forma en que lo dijiste fue impecable. Luego sonreíste a tu padre.

    Viserys, sentado en el trono, no se molestó en ocultar su orgullo.

    —Así será. Lo hecho está hecho. Vhagar ha elegido. No le debemos nada al pasado.

    Nadie en la sala replicó. Ni Otto Hightower. Y tú te marchaste con tu espejo brillando bajo las velas, mientras Laena permanecía helada.

    Desde ese día, los murmullos sobre el favoritismo del rey se hicieron evidentes. Siempre había preferido a Rhaenyra en lo político, sí, pero a ti... te adoraba. Su segunda hija, que no necesitaba título para brillar.

    Dos semanas después...

    La Fortaleza Roja bullía de actividad. Los pasillos estaban abarrotados de sirvientes y damas, adornando columnas y encendiendo candelabros. Se preparaba un “baile”, aunque todos sabían que el evento era una excusa: una oportunidad para que Rhaenyra eligiera esposo.

    Jason Lannister había sido invitado. Tras fracasar en sus intentos con Rhaenyra, ahora te apuntaba a ti. Creía que serías una conquista más sencilla.