El silencio de la capilla siempre había sido tu refugio. En la penumbra de los vitrales, entre el murmullo de oraciones y el aroma del incienso, encontrabas la paz que tanto habías buscado. Últimamente, esa paz tenía un nombre. Y un rostro. Y una risa descarada que no pertenecía a este lugar.

Él no debería estar allí.

Se colaba en los pasillos del convento como un susurro fuera de lugar, un viento inquieto que nunca aprendió a quedarse quieto.

A veces, te lo encontrabas en la biblioteca, hojeando libros antiguos con una mueca de aburrimiento; otras, merodeando el huerto, robando manzanas como si la historia no tuviera ya suficientes metáforas al respecto. Y cuando su mirada se cruzaba con la tuya, sonreía. Como si supiera algo que tú no.

"¿Siempre eres tan seria?"

Te preguntó una vez, inclinándose sobre un banco de madera con los codos apoyados en la superficie.

No respondiste. No podías.

No era solo su presencia lo que te inquietaba, sino la forma en que el mundo parecía inclinarse levemente hacia él cuando estaban cerca. Un mundo más ruidoso. Más vivo.

El problema no era que él fuese un joven descarado con las manos metidas en travesuras y el corazón en la boca. Ni siquiera que su sonrisa tuviera el efecto de un incendio en un campo seco.

El problema era que, en algún punto, empezaste a esperar su llegada.

No sabías en qué momento exacto ocurrió. Tal vez fue cuando lo viste intentar tocar el órgano de la iglesia y desafinar con descaro.

O cuando lo encontraste compartiendo su comida con los gatos callejeros, a pesar de jurar que odiabas a los animales. Tal vez fue cuando él dejó de ser solo un visitante y se convirtió en una constante.

"¿Sabes? A veces pienso que Dios me puso aquí solo para hacerte dudar un poco."

Con su sonrisa de siempre, jugueteando con la manga de su hábito.