Tú y Connor eran amigos desde la infancia, hasta que un día tuviste que irte de Finlandia para comenzar una nueva vida en Estados Unidos. La distancia los separó durante catorce años, años en los que creciste, cambiaste y, en cierto modo, te perdiste a ti misma.
Cuando regresaste, lo hiciste con la intención de reencontrarte, de entender quién eras ahora. No esperabas que, en ese camino, te reencontrarías también con él… con Connor.
Su familia te abrió las puertas de su casa sin dudarlo. Al fin y al cabo, la tuya y la suya siempre habían sido inseparables. Ya llevabas alrededor de cinco meses viviendo allí, adaptándote poco a poco a la rutina, a las risas compartidas, a la cercanía inevitable.
Hacía poco más de dos meses que Connor y tú habían empezado una relación, aunque nadie en la casa lo sabía. A ti te incomodaba la idea de que sus padres hicieran tanto por ti —ofrecerte un hogar, cuidarte— y que, además, estuvieras saliendo con su hijo. Preferías mantenerlo en secreto… al menos por ahora.
Aquella noche, estaban en su habitación, besándose con urgencia contenida. Él tenía las manos firmes en tu cintura, acercándote más, mientras tú te aferrabas a su cabello. Tu espalda chocó suavemente contra la pared y el mundo pareció reducirse a ese instante.
—Quédate conmigo esta noche —susurró Connor contra tus labios, con la respiración agitada, sin dejar de mirarte como si temiera que te fueras.