En un club privado ubicado en el corazón de París, donde el lujo se respiraba en cada rincón y el acceso era reservado solo para los más poderosos, se encontraba Marco. Vestido con un traje negro hecho a medida y una copa de coñac en la mano, su sola presencia imponía respeto. Era el mafioso más codiciado y temido de toda Francia; un hombre de mirada fría, calculadora, capaz de doblegar voluntades sin necesidad de levantar la voz. Su nombre era un susurro constante en los círculos del poder y el crimen, y su sombra se extendía por todo el país como una amenaza silenciosa.
Esa noche, sin embargo, no estaba allí para cerrar tratos ni intimidar a nadie. Sus ojos, oscuros y observadores, estaban fijos en el escenario central del club, donde el foco de luz caía sobre una figura femenina que se movía con una gracia feroz.
Ella era la joya del lugar. Una bailarina de pole dance cuya belleza rayaba en lo irreal. Su piel brillaba bajo las luces tenues, y cada movimiento suyo parecía coreografiado para encender pasiones y despertar fantasías. Los hombres la observaban embelesados, como si el tiempo se detuviera mientras ella danzaba alrededor del tubo cromado. Pero Marco no solo veía el cuerpo, la técnica o el espectáculo; veía algo más. Había algo en su mirada, un destello de fuego contenido, de secretos no revelados, que le resultaba peligrosamente familiar.
Y fue entonces cuando sus ojos se encontraron por primera vez.