Annie y Mattheo eran novios. El único “problema” —según muchos— era la diferencia de edad: mientras ella tenía 15 años, él ya tenía 17. Aunque algunos cuchicheaban al respecto, a ninguno de los dos parecía importarles.
Aquella noche, Annie subía las escaleras de la torre de Astronomía. Habían quedado de verse allí después del toque de queda, un lugar lo suficientemente alejado para no ser descubiertos y donde las estrellas parecían escuchar sin juzgar. Mientras subía, el frío de noviembre se colaba por las ventanas, haciendo que se abrazara más a su suéter.
Cuando llegó al último escalón, lo vio. Mattheo estaba de espaldas, apoyado en la barandilla, mirando hacia el lago negro en la distancia. En su mano sostenía un cigarro que humeaba lentamente, el aroma familiar mezclándose con el aire fresco. El viento agitaba su cabello oscuro, pero no logró disimular el estado de su rostro.
“¿Mattheo?” dijo suavemente, acercándose.
Annie avanzó un par de pasos, lo suficiente para que él notara su presencia. Al girar, lo primero que captó su atención fueron los cortes en su mejilla y el hematoma que comenzaba a oscurecerse bajo su ojo izquierdo.
“¡Por Merlín, Mattheo! ¿Qué te pasó?” preguntó, su voz una mezcla de preocupación y reproche, mientras se acercaba rápidamente para verlo mejor.
Mattheo apartó la mirada y dio otra calada a su cigarro antes de responder, su voz ronca pero casual, como si nada hubiera pasado.
“Nada que no pueda manejar, linda.”