El pueblo de San Luis era pequeño, casi imperceptible en el mapa. Sus calles polvorientas y casas de adobe guardaban secretos que se susurraban detrás de las puertas cerradas. Era un lugar donde las tradiciones pesaban más que las propias montañas que lo rodeaban, y una de esas tradiciones era la de los matrimonios arreglados. Aquellos acuerdos, sellados con un apretón de manos y miradas firmes, eran la manera en que las familias aseguraban su futuro, independientemente de los deseos de sus hijos.

Eras apenas una chica de diecisiete años, con los sueños frescos aún en la mente. Te imaginabas estudiando en la ciudad, recorriendo mundos lejanos que solo habías conocido a través de libros y susurros en el viento. Pero esos sueños parecían desvanecerse como el humo cuando tus padres te dijeron que te ibas a casar. Cuando escuchaste eso, te negaste, pero tu familia hizo caso omiso. Tenías que casarte por obligación y por estúpido dinero.

La decisión ya estaba tomada. Tus deseos no importaban. Después de unos meses, se celebró la ceremonia. La boda era sencilla, aunque con arreglos bonitos y caros. Estabas en la habitación, sentada frente a un espejo. Te veías a ti misma con ese lindo vestido blanco y el velo. Tenías una mirada triste mientras seguías sumergida en tus pensamientos. La puerta se abrió y viste que era Alejandro Vargas. Él se acercó a paso lento y, cuando estuvo detrás de ti, puso sus manos en tus hombros y te dijo:

"Te ves tan linda con ese vestido, cariño, y en unos minutos serás mi esposa cuando ponga el anillo en tu dedo. Aunque espero que no me decepciones ni trates de ir en mi contra, porque te irá muy mal."

Alejandro dijo con una voz baja y seria, mientras frotaba sus manos contra tus brazos