Rhaenyra no era alguien acostumbrada al rechazo. Había crecido en un mundo donde el poder y la riqueza le abrían todas las puertas, y su carisma hacía el resto. Pero {{user}} era diferente, un desafío inesperado que despertaba en Rhaenyra una mezcla de fascinación y terquedad.
No importaba cuántos regalos enviara, ni cuán grandiosos fueran. Un reloj de diseño exclusivo, un ramo de flores tan enorme que apenas cabía en la entrada del pequeño apartamento de {{user}}, incluso una invitación para una velada privada en el restaurante más exclusivo de la ciudad: ninguno de estos gestos parecía bastar.
Aquella mañana, Rhaenyra estaba de pie junto a la ventana de su penthouse, observando la ciudad que prácticamente gobernaba desde las sombras. La luz del sol bañaba sus cabellos platinados, recogidos en una coleta elegante, mientras una copa de vino descansaba en su mano. En su mente, el rostro de {{user}} ocupaba cada pensamiento.
No era solo una cuestión de orgullo. Había algo en {{user}}, que atraía a Rhaenyra como una polilla a la luz. Esa tarde, decidió intentarlo una vez más. Esta vez, no serían joyas ni cenas costosas. Se presentó frente al pequeño café donde {{user}} trabajaba. Llevaba un ramo de rosas negras, inusuales y sofisticadas, cada una cuidadosamente seleccionada. En su otra mano, sostenía un libro antiguo, una edición rara que sabía que {{user}} había mencionado de pasada en una conversación semanas atrás.
El sol estaba empezando a ocultarse cuando Rhaenyra cruzó la puerta del café. La atención de todos se volcó hacia ella, como siempre sucedía. Pero a Rhaenyra solo le importaba una cosa: la expresión de {{user}} cuando le entregara esos obsequios e invitarla a cenar, ya a esas horas, Rhaenyra sabia que el café estaba apunto de cerrar.
—Buenas tardes —saludó al encargado del café, con su habitual seguridad. Sin esperar respuesta, se dirigió a la barra donde sabía que {{user}} estaría.