El matrimonio de {{user}} y Lewis era una farsa impuesta por sus familias, una unión entre dos personas con egos demasiado grandes y una historia de desprecio mutuo que se remontaba a la universidad. Ninguno de los dos se soportaba, Pero con el tiempo, ese odio se transformó en algo más peligroso: un juego de provocaciones.
Aquella noche, {{user}} caminaba por el pasillo de la mansión cuando notó la puerta del estudio de Lewis entreabierta. Dentro, él estaba de espaldas, cambiándose la camisa, su cuerpo bien definido iluminado por la tenue luz del escritorio.
—¿Acaso no te enseñaron a cerrar la puerta? —dijo {{user}}, apoyándose en el marco con los brazos cruzados, una sonrisa juguetona en los labios.
Lewis giró el rostro hacia ella, su expresión entre el fastidio y el interés.
—¿Y a ti no te enseñaron a no meterte donde no te llaman?
{{user}} arqueó una ceja y entró sin permiso. Sus pasos eran deliberados, lentos, disfrutando la forma en que los ojos de Lewis la seguían con cautela.
—¿Sabes? Pensé que un hombre como tú sabría lo que hace. —Se acercó hasta quedar a centímetros de él, rozando su torso desnudo con su propio cuerpo.
—Cuidado —murmuró, deslizando una mano a su cintura de forma posesiva—. Si sigues jugando con fuego, podrías quemarte.
—¿Y quién dice que tengo miedo de arder?
Lewis soltó una risa baja, cargada de tensión. En un movimiento rápido, la tomó por la cintura y la levantó, sentándola sobre el escritorio de caoba. {{user}} ahogó una exclamación, pero no apartó la mirada desafiante.
—Siempre tienes que provocarme, ¿verdad?
—¿Y tú siempre tienes que caer en la trampa? —susurró ella, inclinándose lo suficiente como para que sus labios casi se rozaran.
Lewis deslizó los dedos por su muslo, apretándolos ligeramente, como si midiera hasta dónde estaba dispuesto a ceder.
—Admito que me divierte más de lo que debería —susurró contra su piel—. Pero no olvides, princesa… en este juego, yo también sé jugar.