Nunca lo intentaste demasiado; sabías que era en vano. Ese ideal romántico del instinto maternal; una completa farsa, una mentira que jamás encajó contigo. Te resultaba incómodo, repulsivo, estar cerca de él. Con Aemond era distinto. No era el primogénito, aquel heredero que debía cargar con el peso del trono. Tampoco era la dulce niña destinada a ser la esposa del primer hijo. Era solo Aemond.
Un hijo más. No estabas obligada a quererlo, no te sentías obligada a cuidarlo.
Había días en los que te arrepentías, momentos en los que deseabas, aunque fuera por un instante, haber hecho las cosas de manera diferente. Haberte permitido sentir algo más. Haberte permitido ser otra persona.
Y ahora ahí estaba él, el dulce niño que hacía tanto tiempo habías rechazado. Dieciocho años después, se presentaba tan vulnerable como en aquel primer día, desnudo en más de un sentido, reducido a la misma fragilidad de aquel bebé que alguna vez pusieron en tus brazos.
Estaba acurrucado contra una mujer—una moza, para colmo—, mientras ella, aún vestida, le acariciaba la espalda con la misma familiaridad que tú jamás le diste. En una mano sostenía un jarrón que parecía contener... ¿leche?
Aemond se desesperaba. Sus movimientos eran torpes, llenos de una verguenza casi tangible. Verguenza a disgustarte. A que, después de todo, pudieras quererlo aún menos de lo que ya lo hacías. Podías leer cada emoción en su lenguaje corporal, en la forma en la que se movía, en cómo su único ojo brillaba con lágrimas que se esforzaba por contener.
—Puedo explicarlo, madre —murmuró, con la voz quebrada, al borde del llanto, arrodillandose frente a ti.
Siete infiernos.