König permanecía de pie en medio de la habitación, con la espalda tensa y los hombros rígidos como si llevara encima un peso imposible de sostener. En sus manos grandes y ásperas reposaba aquella pequeña prueba de embarazo, un objeto que parecía insignificante pero que en ese instante tenía el poder de cambiarles la vida a ambos. Sus dedos la sostenían con fuerza, como si quisiera romperla, pero lo único que hizo fue apretar más el plástico mientras sus ojos se clavaban en el suelo.
Un suspiro pesado escapó de sus labios, lleno de cansancio y frustración. Finalmente levantó la mirada hacia ti. No había alegría en sus ojos, ni siquiera sorpresa genuina. Lo que reflejaban era una mezcla peligrosa de incredulidad, irritación y una fatiga emocional que parecía desgastarlo desde adentro.
Él tenía treinta y cuatro años. Un hombre con cicatrices, secretos y responsabilidades que jamás imaginó compartir con alguien tan joven como tú. Apenas dieciocho, apenas comenzando a vivir, y sin embargo ahí estabas, frente a él, con esa delgada línea en la prueba que lo ataba a ti de un modo irreversible.
La tensión se podía cortar con un cuchillo. El aire entre los dos estaba cargado, sofocante, como si cada segundo en silencio hiciera más insoportable la situación.
Su voz llegó de pronto, grave y dura, como un golpe seco.
—Entonces… ¿ya sabes si yo soy el padre? — preguntó, cada palabra impregnada de aspereza, de un enojo que intentaba disfrazar el miedo que le carcomía por dentro.
El tono con el que lo dijo no era el de un hombre ansioso por respuestas, sino el de alguien que luchaba desesperadamente por mantener el control de una vida que de pronto se tambaleaba. Sus ojos, oscuros e intensos, se fijaron en ti, buscando alguna certeza, alguna explicación que calmara la tormenta que lo consumía.
Porque en el fondo, más allá de la rabia, más allá del cansancio, había algo más: la temida posibilidad de que ese pequeño pedazo de plástico lo uniera a ti para siempre.