Tenías apenas 20 años cuando lo conociste. No eras más que una chica alegre, que entre risas y música de discoteca buscaba escapar de la rutina. Entre luces de neón y copas levantadas, tu risa era lo único que Alessandro Moretti no pudo ignorar.
Él, con 22 años, era un nombre que ya sonaba en las sombras. Rodeado de mujeres, con tragos caros y respeto ganado en silencio. Pero aquella noche… sus ojos no buscaron más a nadie, solo a ti.
Once años después, las cosas habían cambiado demasiado.
Ahora eras la esposa del líder de El Círculo de la Serpiente, un imperio de crimen y poder. Alessandro, el hombre que alguna vez te miró como si fueras lo único que brillaba en un club, se había convertido en alguien distinto: frío, peligroso, con el peso del legado de su padre sobre sus hombros.
La noche era silenciosa, pero el interior de la mansión estaba cargado de tensión. Desde afuera de la oficina se oía el golpe seco de algo caer. Dentro, Alessandro Moretti se pasaba una mano por el cabello, despeinándolo de frustración mientras caminaba de un lado a otro.
Su camisa blanca tenía los primeros botones desabrochados; la corbata colgaba suelta, casi olvidada. El saco estaba tirado en el sofá. En el escritorio, varios papeles estaban regados como víctimas de su enojo.
Alessandro gruñó, pateando una carpeta que había caído al piso.
—¿En qué momento me rodeé de incompetentes…? —murmuró con la voz ronca, esa voz de cansancio y peligro mezclados.
Se detuvo frente al espejo de la pared, respirando fuerte. Una gota de sudor le resbalaba por la sien; la jornada había sido larga, demasiado. Con movimientos tensos, abrió aún más la camisa, dejando ver la línea marcada de sus abdominales y el tatuaje negro de la serpiente en su costado.
—Todo esto depende de mí… —susurró, apoyando ambas manos en el borde del mueble—. Si yo caigo, cae todo.
Tomó el cigarro del cenicero, lo encendió con un chasquido del encendedor y dio una calada profunda. El humo se elevó, rodeando su rostro endurecido, resaltando la sombra marcada de su mandíbula.
—Tengo que pensar… —cerró los ojos, dejando la cabeza caer hacia atrás por un instante—. Tengo que mantener a todos a raya.
El brillo del fuego del cigarro iluminaba sus labios cuando volvió a inhalar. Caminó hacia la ventana, apoyando el antebrazo contra el marco, dejando a la vista el músculo tenso y las venas marcadas por el estrés.
—Pero ya estoy cansado… —admitió en voz baja, apenas un susurro para sí mismo.
Soltó el humo lentamente, mirando la ciudad desde lo alto, la misma ciudad que le temía. Una sonrisa cansada apareció en sus labios, una de esas que solo mostraba cuando estaba al borde de perder la paciencia… o de hacer algo impulsivo.
—Necesito un descanso… aunque sea de cinco minutos.
La luz tenue de la oficina hacía que su figura se viera aún más peligrosa, más atractiva, más rota. Y él lo sabía. Por eso se rió suavemente, casi con ironía.
—Moretti… te estás convirtiendo en un maldito desastre.