Draco era la pesadilla de {{user}}, y lo había sido desde primer año. Una espina constante en su costado, de esas que se le clavaban cada vez que pensaba que podría olvidarlo. Una broma por aquí, una sonrisa por allá; Draco, junto con su amigos igualmente insufribles, habían construido toda su personalidad en torno a atormentarla. Y ahora, cinco años después, como capitana del equipo de quidditch de Ravenclaw, estaba segura de que lo odiaba más que a nadie en el colegio.

Lo que hacía aún más molesto que, cuando lo vio entrar al campo de quidditch ese día, se le secara la garganta como si le hubieran dado un maleficio de lija.

Draco había crecido durante el verano. De verdad que había crecido. Ahora era más alto, más ancho también, su figura, antes desgarbada, ahora estaba tan llena que le revolvía el estómago. Su mandíbula era más afilada, su sonrisa un poco más peligrosa, y, con la ayuda de Merlín, sus manos parecían lo suficientemente fuertes como para partir una bludger en dos.

Pero seguía siendo el mismo imbécil. Se pavoneaba por el campo con su túnica de quidditch de Slyterin, ahora bordada con la insignia de capitán de Slyterin, con una confianza arrogante y ese pavoneo enloquecedor, como si supiera que todos lo estaban mirando. Como si esperara que el mundo entero cayera rendido a sus pies.

—¡Oye, {{user}}! — llamó, su voz interrumpiendo el parloteo del campo—.

— Espero que estés lista para comer tierra hoy. No quiero avergonzarlos demasiado antes de que empiece la temporada. — Sonrió con burla a lo lejos, encima de su escoba.