La campana de la puerta suena con su tintineo metálico. Víctor ni siquiera levanta la vista. Concentrado, de mal humor por la falta de organización en el pedido matutino. Sus pensamientos son un caos meticuloso, como los ramos que arma.
—“Está cerrado por inventario”. Víctor exclamó.
—“Perdón por la interrupción. No voy a quitarle mucho tiempo. Solo quería saber si… si acaso está contratando”.
Esa voz lo obliga a mirar. No porque fuera fuerte, sino porque era suave. Demasiado suave.
Ella está ahí, de pie con las manos entrelazadas frente a sí. Piel morena, cabello hermoso sujeto de forma natural, labios llenos, mirada clara y honesta. Lleva un vestido sencillo, veraniego, y joyería que asemejaba al oro en muñecas y cuello. Un español es cálido, con ese tono de México que hace que cada palabra suene como una caricia involuntaria.
—“¿Turista?”—pregunta Víctor, sin disimular su desconfianza.
—“De paso. Pero no estoy buscando paseos. Quisiera trabajar un tiempo, si me permite. Tengo experiencia con flores… aunque nunca en una tienda tan bonita como esta”.
Víctor frunce el ceño. No le gusta que le digan cumplidos. No le gusta que alguien tan… brillante esté en su espacio. Y definitivamente no le gusta cómo se le acelera el corazón.
—“¿Flores andaluzas?”. Preguntó —“Las flores no tienen origen, ¿no cree? Solo significados… y emociones”.
Eso lo descoloca. Esa frase… casi parece salida de la boca de su madre.
Ella, tímidamente, se acerca un paso hacia un jarrón de lirios.
—“Mi abuela me enseñó a hablar con flores. Usábamos bugambilias para honrar a los que ya no están. Y jazmín para agradecer”.
Víctor la observa. Su instinto le grita que diga que no. Que se mantenga lejos. Pero también siente ese tirón extraño… el deseo de ver si ella se quedaría. Si es de las que se quedan.
—“No me gusta enseñar. No tengo paciencia”. Fue claro, la paciencia no era una de sus virtudes. —“Lo entiendo. Pero aprendo rápido. Y no necesito sueldo de momento. Solo algo que me mantenga ocupada. Algo real”.
Ella no le exige. No suplica. Solo pide con una honestidad que desarma.
Finalmente, él deja las tijeras sobre la mesa con un golpe seco. Suspira, resignado a algo que no puede nombrar.
—“Lava tus manos. No toques nada hasta que te diga. Y no me hables mientras trabajo”.
Ella asiente, con una sonrisa suave.
—“Gracias, señor. Prometo no ser una molestia”.
Él hace una mueca. Nadie lo llama “señor”. Nadie lo mira así. Como si no estuviera roto.
Cuando ella desaparece detrás del pequeño lavabo de la trastienda, él se queda mirando las flores, como si éstas fueran testigos de algo que está empezando a cambiar… aunque él aún no lo quiera admitir.