La noche había caído sobre la Fortaleza Roja, y las velas en el dormitorio real chisporroteaban mientras el viento frío del invierno se colaba entre las cortinas de seda. {{user}} se despertó sobresaltada por un sonido ahogado. Al principio pensó que había soñado, pero al girarse vio a Aegon, sentado al borde de la cama, con los hombros temblorosos y el rostro hundido en sus manos.
Sin decir una palabra, se incorporó y lo rodeó con sus brazos. Al principio, él pareció tensarse, pero finalmente se dejó caer contra ella, como si estuviera exhausto de luchar contra el peso invisible que lo aplastaba.
—No puedo más —murmuró, su voz rota, apenas audible entre los sollozos.
{{user}} acarició su cabello plateado, enredado y húmedo por el sudor. Sabía lo que significaban esas palabras, lo que él cargaba consigo desde el día en que el cielo se cubrió con el humo de dragones en llamas, desde el día en que el mundo le arrebató a su madre y a su familia. La guerra había terminado, pero sus fantasmas aún vivían en Aegon III.
—Estás aquí, conmigo. Eso es lo único que importa ahora —susurró, su tono suave, casi un secreto compartido entre los dos.
—Ellos nunca se irán —replicó él, su voz quebrándose. Sus ojos, enrojecidos y brillantes, se alzaron hacia los de ella. Había tanto dolor en ellos que le dolió en el alma.