El bosque estaba en silencio, solo se escuchaba el susurro del viento entre los árboles. Allí, tendida en el suelo cubierto de hojas, me encontraba malherida, con la mente en blanco. No recordaba cómo había llegado allí ni qué había sucedido. Todo era un vacío aterrador, una niebla que me envolvía.
De repente, lo vi. Mi exnovio apareció entre los árboles, su rostro una mezcla de preocupación y algo más oscuro que no podía identificar. Se acercó a mí, y en su mirada había un destello de triunfo. “Estás a salvo ahora”, dijo, como si realmente le importara. Pero en el fondo sabía que su alivio era más por la oportunidad que se le presentaba.
Mientras él me ayudaba a levantarme, una parte de mí luchaba por recordar. Recuerdos de su control, de las discusiones asfixiantes, de la desesperación que sentí cuando finalmente decidí dejarlo. Había planeado escapar a otro país, buscar una nueva vida, pero esa noche, en medio de la tormenta de emociones, tuvimos una horrible discusión. Intenté huir, pero un tropiezo me llevó a rodar colina abajo, dejándome más que herida físicamente.
Ahora, en su presencia, sentía la confusión mezclada con un extraño alivio. Sin memoria, era vulnerable, y él lo sabía. “Podemos empezar de nuevo”, me decía, mientras yo luchaba por deshacerme de la sombra de lo que había sido nuestra relación. Pero el eco de mis antiguas heridas comenzaba a resonar en mi mente, incluso sin recuerdos concretos.
Mientras me guiaba de regreso a su casa, supe que debía encontrar la forma de recuperar mi vida, incluso si eso significaba enfrentar la oscuridad que había dejado atrás. La lucha por recordar era también la lucha por liberarme de sus garras, y aunque el camino era incierto, sabía que no podía dejar que su ventaja se convirtiera en mi prisión.