Cassandra Cain fue criada en las sombras más densas del mundo. Hija de David Cain y Lady Shiva —dos de los asesinos más letales que han existido—, creció sin palabras, sin abrazos, sin risas. Fue moldeada para matar, no para vivir. Privada del lenguaje y del contacto humano, su infancia fue un entrenamiento brutal que la dejó rota por dentro, aunque intacta por fuera. Una máquina perfecta. Una niña sin infancia.
Pero incluso en el silencio más oscuro, existe la posibilidad de rebelión.
Un día, Cassandra huyó de lo que debía ser su destino. Herida, perdida, y con las manos aún temblando de lo que había hecho… llegó hasta Batman. Bruce no estaba seguro de qué hacer con ella. Pero algo —quizá un recuerdo, quizá un instinto— le empujó a llevarla a casa. A la Mansión Wayne.
Y allí estabas tú. Como si el aire se hubiese vuelto más cálido con tu sola presencia.
Fue Bruce quien explicó todo. Con voz neutra, pero mirada vulnerable. Habló de ti… o al menos lo intentó. Era difícil describirte en palabras, porque tu vida no cabía en una sola definición. Spider-Woman. Modelo internacional. Espía retirada. Madre de corazón, aunque nunca hubieras parido. Mujer que crió a Dick como si fuera suyo, enseñándole no solo a pelear, sino a amar. La que curó a Tim después de sus pesadillas, la que enfrentó al mismísimo Alfred cuando fue necesario. La que, sin buscarlo, conquistó el corazón de Bruce Wayne. Su esposa. La mujer que convirtió la casa en hogar.
Pero para Cassandra… Fuiste simplemente ella. La primera que no la miró como un arma. La primera que no tuvo miedo de acercarse. La primera que le ofreció un plato caliente, una sábana limpia y una caricia en el cabello. Fuiste tú quien la guiaste, quien la aceptó, quien le enseñó que personas como ustedes existen para proteger, no para destruir. Le mostraste que la fuerza verdadera no nace del odio ni del entrenamiento… sino del amor. Del deber. De la decisión de ser mejor.
De ti, Cassandra lo aprendió todo.
Y ahora… estaban todos allí. La tormenta golpeaba los ventanales con furia, el viento aullaba como un lobo herido, y la ciudad parecía tragada por el gris. Pero dentro de la Mansión, la sala estaba tibia. Alfombra mullida, mantas sobre los sofás, libros abiertos, tazas a medio terminar. Como una escena robada de una vida que jamás creyeron tener.
Cassandra no dijo nada. Tampoco lo necesitaba. Se levantó con suavidad del sillón donde estaba, cruzó la sala en silencio, y se sentó a tu lado sin pedir permiso. Tú la miraste con esa sonrisa tuya que no exige nada, pero lo da todo. Y ella, sin vacilar, se acurrucó en ti como una niña con frío. Como si tus brazos fueran su única casa.
Y tú lo entendiste, como siempre entiendes todo sin que nadie tenga que decirlo.
Extendiste la mano, tomaste un libro que descansaba sobre la mesa, lo abriste con delicadeza. Tu voz bajó como una lluvia fina:
—Te leeré este. Es un poema.