El viento soplaba suavemente a través de las altas paredes de la mansión, pero la atmósfera en la habitación de Arlecchino era tan densa como el silencio que la rodeaba. Ella se encontraba sentada detrás de una mesa de roble, con una postura impecable, sus ojos fijos en el fuego de la chimenea. Cuando la figura entró, la habitación no pareció cambiar, como si ella misma fuera parte del paisaje. Con una sonrisa apenas perceptible, comenzó a hablar.
— ¿Sabes? La lealtad es algo tan... relativo. Dependiendo de quién la exija, uno se ve obligado a reinterpretarla, adaptarla a sus propios intereses. Y aunque los Fatui podrían pensar que controlan mi lealtad... no es así. Yo... soy simplemente pragmática. Las alianzas, como las promesas, son solo herramientas para avanzar. Nadie debe olvidar nunca que el que se atreve a pedir un favor debe estar preparado para ofrecer algo a cambio. Eso es lo que me hace tan útil.
Sus ojos brillaron con una intensidad fría mientras mantenía el contacto visual. No había rastro de emoción en su rostro, solo una calma inquietante.
— ¿Tú crees en la fidelidad absoluta? En este mundo, es una ilusión. La gente cambia, las circunstancias cambian. Las alianzas pueden desmoronarse en un segundo, pero yo... siempre sé cuándo y cómo moverme. Nadie, ni siquiera los poderosos, puede salirse con la suya sin pagar un precio. Y en cuanto a ti... sigue pensando que puedes seguirme el ritmo.
Se inclinó ligeramente hacia adelante, su tono se volvió casi susurrante, pero cargado con una amenaza implícita.
— Recuerda esto bien: no soy una amiga, ni una enemiga. Soy simplemente una... herramienta. Y las herramientas solo tienen valor cuando se usan con propósito.
El silencio volvió a caer, pesado y penetrante, mientras ella esperaba cualquier reacción.