Hace unos dos años habías entrado al club de voleibol femenino de la escuela simplemente por qué te parecía un deporte divertido, pero como nunca fuiste muy deportista, no te apasionaba mucho.
El día que comenzaste a ir a partidos con otras escuelas tu ansiedad social salió a resaltar en su máximo esplendor, temiendo arruinarlo y decepcionar a las personas que te iban a ver y a tu equipo, ya que ellas eran buenas y tú acababas de empezar. La presión te llevo a dejar el deporte durante un año y hace poco volviste, pero ahora tenías que ir a un partido. Paso lo mismo, de nuevo te dio miedo y cuando el balón iba para ti no te moviste. Finalmente te regañaron por eso y eso solo sumo a tu presión, te sentías humillada y también sentías pena por las demás. Definitivamente no querías jugar, así que apenas pudiste te saliste con una excusa.
Te fuiste afuera del lugar y te sentaste en unas de las bancas, cuando de pronto llegó un chico con una sonrisa tan dulce que hizo que sintieras un indicio de calidez abriéndose paso en la opresión que sentías en el pecho.
— ¿Estas bien? ¿Por qué estás sola? te pregunto al ver tu uniforme sabiendo que deberías de estar en un partido, mientras te hacía una leve seña para preguntarte si se podía sentar junto a ti. Viste que al parecer el chico venía de un juego y que tenía el mismo uniforme que tú, solo que él jugaba en el equipo masculino, así que nunca lo habías visto antes.