Londres, 1930.
Era una noche helada de sábado. Las calles empedradas de Londres susurraban bajo tus pasos, envueltas en una neblina tenue que parecía abrazarlo todo. Caminabas sin rumbo fijo, guiado por el titilar de faroles antiguos, hasta que un cartel llamó tu atención: un recital de ballet, una velada de ensueño con piezas como El lago de los cisnes y La bella durmiente
Entraste. El teatro era cálido, íntimo, como un refugio del invierno. Te sentaste en las primeras filas, donde el arte se respira más cerca. Las luces se atenuaron, el telón se alzó, y entonces la viste.
Posy Fossil. No debía tener más de quince o dieciséis años. Era una criatura etérea. Su tutú rosado parecía hecho de pétalos, su piel era de porcelana clara, y sus mejillas, salpicadas de pecas, se encendían como si llevara el atardecer en el rostro. Su cabello, rizado y rojo como el cobre al sol, danzaba con ella. Ligera. Radiante. Irreal.
Cuando todo terminó, el silencio se hizo reverente. Y ella, con la dulzura de un susurro, dijo:
"Gracias a todos por venir hoy…"
Y en esa simple frase, su voz —tan suave, tan frágil y cálida— derritió el hielo de la noche. Londres temblaba de frío, pero tú ya no.