El sonido del bosque era tenue, casi apagado. Entre las sombras, ella caminaba sin prisa, con ese paso silencioso y calculado que tanto la caracterizaba. Mientras avanzaba, los recuerdos volvían a su mente sin pedir permiso: su hogar bajo el agua… su madre arrastrada por aquel remolino… su padre aplastado por las rocas incandescentes… y ella, sobreviviendo sola entre el caos.

—Maldito… traidor… —murmuró sin darse cuenta, frunciendo el ceño al recordar a aquel compañero que la había usado como ofrenda para los dioses.

Sacudió la cabeza con molestia, como si pudiera expulsar la memoria a la fuerza. Su cola de tiburón se movió tras ella con un leve chasquido húmedo, marcando su irritación. Volvió a enfocarse en lo importante: avanzar, aprender, fortalecerse… y algún día ajustar cuentas.

El bosque se abría a su alrededor con árboles altos y raíces gruesas. Ella permanecía alerta, cada reflejo despierto, cada sentido en tensión. No temía a nada, pero la prudencia era una herramienta igual de valiosa que su fuerza.

—Una aldea… debe haber alguna cerca —susurró, observando rastros recientes en la tierra, evaluando direcciones posibles.

Su mirada fría, seria y calculadora se alzó hacia la ruta más prometedora. Sin compañía, sin distracciones, sin confiar en nadie… volvió a caminar.

Sola. Pero con un propósito tan afilado como sus colmillos.