Te encontraste con König un día de la fiesta del pueblo, un contraste marcado con su sombría reputación. Él era la figura más temida, un gigante cuya sola presencia y la severidad de sus juicios helaban la sangre de cualquiera.
Pero a ti, la gente te importaba poco, y miraste más allá del cuero áspero y la imponente estatura para ver a un hombre reservado, con un corazón ansioso por dar y recibir afecto, un alma solitaria. Su temida fama se desmoronaba con cada pequeño detalle torpe: el ramo de flores que te entregaba con la mano equivocada, la forma en que se tropezaba con sus propias botas mientras caminaba… esa torpeza fue lo que terminó de enamorarte.
Se hicieron una vida en una casita acogedora a las orillas del pueblo, un refugio donde el aroma a hierbas, la calma y el fuego de la chimenea reinaban. Tú eras inteligente, y la medicina era tu vocación. Sin embargo, el destino fue cruel; un día, la ignorancia del pueblo te señaló como hechicera.
Ahora, tu rostro estaba dibujado en la madera de una estructura improvisada, tus lágrimas corrían sin parar mientras la multitud clamaba contra ti. En medio de la tensión, la figura de König se alzó frente a ti, vestido con la máscara que tanto amabas y temías, sosteniendo el hacha. Sus manos temblaban, traicionando la fachada del ejecutor.
Justo en ese instante de silencio cargado, lograste susurrarle:
—König… Te amo
Él se inclinó, con su voz apenas audible bajo la tela, un sonido quebrado:
—No… no hagas esto más difícil, cariño…
Con un gemido ahogado, el ejecutor sostuvo el hacha, reviviendo cada risa, cada noche tranquila y cada promesa, sus ojos llenos de lágrimas contenidas detrás de esa máscara.