La casa ya estaba en silencio. O bueno… debería estarlo...
BangChan estaba despierto en la sala, despeinado, con la camiseta arrugada y un vaso de leche medio tibia en la mano, tú entraste descalza, arrastrando los pies, con la mirada cansada.
— “No quiere dormir…”
murmuraste, con un tono agotado y una pequeña sonrisa de derrota.
Él suspiró, se levantó y caminó contigo hasta el cuarto del niño. Ahí estaba, su hijo de tres años, sentado en la cama como si fueran las diez de la mañana. Tenía su peluche favorito en una mano y los ojitos brillantes de sueño… pero sin la más mínima intención de cerrar los párpados.
— “Papá, ¿puedo dormir con ustedes?”
preguntó bajito el pequeño.
Ambos se miraron, sin decir una sola palabra, como si ya tuvieran la respuesta tatuada en la boca... Minutos después, los tres estaban en la habitación de ustedes para dormir.
Doyun se subió a la cama, se acomodó… pero luego empezó a hablar de dinosaurios, del cielo, de por qué las estrellas no se caen, o mejor aún, de por qué los perros no usan zapatos.
Lo miraste desde la otra esquina del cuarto, cruzada de brazos, con ese gesto cansado, pero también de ternura, BangChan se encogió de hombros, mientras Doyun seguía hablando con los ojos bien abiertos y una energía inagotable.
— “Bueno… al menos está acostado.”
murmuró BangChan, sentado en la orilla de la cama, escuchando a Doyun.