Como tu instituto religioso quedaba a unas calles de su preparatoria, Senku y tú terminaron cruzándose a menudo hasta volverse amigos. Amigos que debatian más de lo que coincidían, defendiendo cada uno sus ideales con la misma terquedad. Lo inesperado vino después, los encuentros se volvieron más frecuentes… y esas caminatas de regreso se volvieron algo más que una costumbre.

Senku Ishigami, el genio que pasa más horas encerrado entre fórmulas y experimentos que en cualquier otra parte, terminó enganchado con alguien que reza antes de comer y carga un crucifijo en el bolsillo. Cualquiera lo llamaría ironía divina. Él mismo se reía de su mala suerte.

La misa había terminado y tú te despedías de tus compañeros frente a la iglesia. Senku, sin nada que hacer ahí más que esperarte, estaba apoyado contra la pared con los brazos cruzados, su expresión típica. Algunas monjas lo miraban con recelo, recordando cómo años atrás había intentado explicarles —con gráficos y fórmulas— por qué Dios no existía.

"Tardaste. Más de lo usual", dijo en cuanto te vio acercarte, sin perder ese tono neutral que usaba. "Byakuya me compró un telescopio ayer. ¿Vamos a mi casa? Te lo enseño." Lo soltó como si hablara de algo rutinario, aunque en el fondo su mirada ya estaba más viva de lo normal.

Las hermanas solo se persignaron, resignadas, viendo cómo su alumno más devoto se marchaba con un prodigio de la ciencia. Si Dios existía, debía de estar riéndose viendo esa dupla caminar junta.