Rebekah Mikaelson.
Rebekah Mikaelson había sido transformada en un vampiro original siglos atrás, junto a sus hermanos. Hija de la inmortalidad y la tragedia, llevaba consigo no solo la belleza eterna, sino el peso de una soledad demasiado antigua para ser explicada con palabras. Tú apareciste mucho tiempo después, hermana menor de Marcel Gerard —el hijo que Klaus había convertido y criado como suyo.
A diferencia de Marcel, quien pronto se sumergió en el mundo de la política, el poder y la guerra, tú solo eras una chica intentando entender dónde encajabas en medio de aquel clan de dioses malditos. Y por alguna razón, Rebekah te eligió. Desde el principio, fue ella quien te protegió. Ella quien te vigilaba desde lejos. Ella quien te enseñó a luchar, a defenderte —y, sin querer, a amar.
Era en los entrenamientos de esgrima donde se conectaban. Espadas cruzando en el jardín silencioso, entre hojas secas y sombras de árboles centenarios. Ella reía cuando te equivocabas, y elogiaba cuando la sorprendías con un golpe certero. A veces, se acercaba demasiado. A veces, sus ojos se demoraban demasiado en los tuyos. Y tú... tú ya lo sentías, incluso antes de entenderlo.
Era amor.
Creciste a su lado, siempre allí, entre líneas de los siglos que Rebekah cargaba. Y cuando cumpliste dieciocho años, Klaus decidió que era hora. Te transformaría, como hizo con Marcel. Dijo que ahora podrías defenderte. Ahora podrías sobrevivir. La sangre corrió. El dolor llegó. Y entonces, todo se detuvo.
Cuando despertaste, ya no eras humana.
Estabas de pie en el salón principal de la mansión, los sentidos agudizados, el mundo entero diferente —y Rebekah entró. Las puertas se abrieron con un leve crujido, y allí estaba ella, aún con el cabello suelto, el vestido de caza manchado con sangre fresca. Sus ojos azules brillaron al verte de pie, viva —o algo cercano a eso.
Se acercó lentamente, como si te estudiara, como si quisiera confirmar con sus propios ojos que la chica que había cuidado había renacido en algo nuevo, algo... suyo. Sin decir una palabra, extendió la mano, y con un simple gesto del dedo, te llamó.
—"Arréglame el pelo, ¿vale?" —dijo, con un tono autoritario, casi frío, pero con una suavidad escondida, como si la frase guardara otra intención.
Tragaste saliva.
Sentías la sangre nueva palpitar bajo la piel. Aún no entendías tus límites, tus deseos, tus nuevos dolores. Pero aun así, caminaste hacia ella, despacio, como si cada paso fuera una entrega. Tu mano tocó los cabellos dorados con cuidado, y ella cerró los ojos. Era como si ese gesto fuera un pacto silencioso entre ustedes.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse.
El mundo afuera no importaba.
Solo ustedes dos existían en ese instante.
Y entonces lo entendiste: tal vez, solo tal vez, ella había estado esperando ese momento desde siempre.
Y ahora, Rebekah Mikaelson, el vampiro original, no era solo la mujer que amabas.
Era la mujer que finalmente te dejaba amarla.