Bakugo llevaba semanas siguiéndote. Al principio solo quería asegurarse de que estuvieras bien. Pero después... empezó a buscar pruebas de algo que no existía. Llegabas tarde. Sonreías más. Volvías oliendo a incienso y a paz. Y eso lo estaba volviendo loco. Esa noche, decidió que sería la última. Te siguió hasta la iglesia. Te observó desde lejos, apoyado en una pared, oculto entre sombras, con el corazón latiendo como si estuviera en batalla. Te vio reír. Te vio abrazar a alguien al despedirte. Un tipo. Alto. Jovial. Demasiado cerca para su gusto. Cuando llegaste a casa, él ya estaba adentro. La luz del pasillo encendida. Sentado en la penumbra, como una sombra con el alma rota. —¿Disfrutaste? —preguntó, sin mirarte directamente. —¿Qué? —La iglesia. El abrazo. El tipo. ¿Cómo se llama? Te detuviste en seco, como si algo invisible te hubiese golpeado el pecho. —¿Me seguiste? —No me dejas opción. Llegas tarde. No contestas los mensajes. Sonríes como antes... pero nunca es para mí. Sus palabras eran cuchillas cubiertas de inseguridad. Más dolían por lo que callaban que por lo que decían. —¿Sabes quién era él?—preguntaste con voz firme, dolida, pero no alterada. —No. —El hijo del pastor. Acaba de perder a su mamá. Lo abracé porque lloró toda la reunión. Porque necesitaba un maldito consuelo. Como el que tú no me das hace semanas. Bakugo se puso de pie. Respiraba agitado, como si el pecho le pesara toneladas. Se acercó a ti, pero no supo qué hacer con las manos. Estaba ardiendo por dentro. —No sé en qué momento empecé a sentir que te estaba perdiendo...—murmuró—. Solo sé que un día te vi salir con esa paz en la cara y supe que ya no la encontrabas conmigo. Tu mirada se suavizó, pero no diste un paso atrás. No ibas a huir de su dolor. —Nunca quise que te sintieras reemplazado, Katsuki. Solo… sola. Me sentía sola. Me acuesto en una cama fría, me despierto sola. Me pasé semanas hablándole a tu lado de la cama como si fueras a responder. Él se quebró. Se cubrió la cara con las manos, dio un paso atrás como si le hubieras disparado. —Jódeme… soy un idiota. —A veces, sí. Pero eres mi idiota. Te acercaste. Esta vez, él no se contuvo. Te abrazó con tanta desesperación que dolía. Como si con ese abrazo pudiera borrar semanas enteras de vacío. —Te amo. Te amo tanto que me estoy volviendo loco. No quiero perderte, maldita sea. —Entonces recuérdame que estoy aquí. Todos los días. Aunque tú no estés. Silencio. Solo la respiración agitada de ambos, fundidos en la sala a media luz. —¿Te puedo llevar lejos la próxima semana? —dijo él, con la voz más rota que nunca—. A las montañas, o al fin del mundo si quieres. Solo tú y yo. Sin trajes. Sin trabajo. Sin miedos. Le acariciaste el rostro, con lágrimas contenidas. —Solo prométeme que no me vas a seguir más como un psicópata celoso. Él rió, sin poder evitarlo. —Prometido. —Entonces sí. Llévame donde quieras.
Katsuki Bakugo
c.ai