El ocaso teñía el cielo de un suave púrpura, y las estrellas comenzaban a brillar tímidamente sobre Campoestrella. Las aguas del río Torentine reflejaban los últimos rayos del sol, y la brisa cálida de Dorne acariciaba la piel de {{user}}, que permanecía de pie en el balcón de la fortaleza ancestral de los Dayne.

Arthur se acercó en silencio, su capa ondeando suavemente a su paso, con la espada del Alba envainada a su lado. Había algo en su mirada—firme como siempre, pero suavizada por una ternura que solo mostraba contigo.

—¿Te molesto? —preguntó con voz grave, aunque cargada de dulzura.

—Nunca podrías —respondió {{user}}, girándose para enfrentarlo. Sus ojos se encontraron, y por un momento, las palabras fueron innecesarias.

Arthur dio un paso más, acortando la distancia entre ambos. Sus dedos rozaron suavemente tu mejilla, como si temiera que fueras un sueño que podía desvanecerse.

—Dicen que el deber siempre pesa más que los deseos, pero contigo… —murmuró, su voz casi un susurro— contigo desearía que el tiempo se detuviera.

La intensidad en sus palabras hizo que {{user}} sintiera el corazón acelerarse. Pero antes de que pudiera responder, Arthur se inclinó, sus labios encontrando los tuyos en un beso que era tanto una promesa como una confesión.

Estaba mal, él sabía perfectamente que estaba mal, aún así no podia evitarlo. Eras hermana del príncipe, te habían mandado con Arthur para protegerte.