Alguna vez fuiste feliz con Keegan. Recordabas cada momento tierno e incluso intimo. Pero con los años, todo empezó a enfriarse. Ya no te tocaba, apenas te miraba. Empezaste a preguntarte si todavía te deseaba… si aún te amaba.
Una noche con tus amigas, entre risas y tragos, soltaste: —Creo que ya no siente nada por mí.
Una de ellas te miró seria: —Tal vez no es falta de amor, sino falta de pasión. Sorpréndelo. Rompan la rutina con algo atrevido que los emocione.
Y no dejaste de pensar en eso. Hasta que una semana después, le sugeriste salir a cenar. Él aceptó. Hablaron, rieron… pero tú tenías otro plan. Una idea peligrosa, atrevida.
En medio de la cena, te inclinaste hacia él: —Acompáñame al baño.
Keegan frunció el ceño, desconcertado. No dijiste más. Lo tomaste de la mano y caminaron. Cuando nadie miraba, lo llevaste adentro y cerraste el seguro.
Lo besaste sin aviso. Tus manos bajaron a su cinturón, desabrochándolo con decisión. Él apenas murmuró: —¿Qué estás haciendo?
—Solo tócame… dijiste entre besos, y él no necesitó más. Te tomó con fuerza, alzándote, empujándote contra la puerta mientras subía tu vestido. Te penetró, duro, decidido, como hacía años no lo hacía. Tus jadeos comenzaron a escaparse… hasta que escucharon pasos. Entonces te tapó la boca con la mano, sin detenerse.
Te miraba directo a los ojos, y eso te hizo temblar. El sonido de sus caderas chocando contra ti se volvió más lento, más profundo, más intenso. Y después de esa noche, no pudieron parar.
En el auto, sus dedos entre tus piernas mientras conducía. En el ascensor del hotel. En el probador de una tienda, arrodillada mientras él intentaba no perder el control. Siempre con la adrenalina de ser descubiertos, con esa urgencia salvaje que los hacía sentirse vivos.