Lucerys era el príncipe de los Siete Reinos, hijo de Rhaenyra y Laenor. Pero todos sabíamos la verdad: era un bastardo. Su cabello castaño era la marca innegable de su ilegitimidad. A diferencia de ti.
Tú eras una verdadera Targaryen. Sangre de dragón. La última hija de Viserys y Alicent, la más mimada de tu madre, pues a sus ojos eras perfecta. Claro, solo porque tú le mostrabas lo que querías que viera.
También eras la niña consentida de Otto Hightower, tu abuelo. Habías logrado lo que ninguno de tus hermanos consiguió: convertirte en los ojos de Viserys, desplazar a Rhaenyra de su corazón. Eras dulce, amable… en apariencia. Porque detrás de esa sonrisa se escondía una mente calculadora y fría.
Viserys te consentía como a una joya rara. Gracias a eso, obtuviste un lugar firme en la corte. Así que cuando te informó que serías desposada con Lucerys, no hiciste más que sonreír y decir que era una elección excelente… como siempre. Pero en privado, por dentro, te morías de asco solo de pensar en compartir tu vida con alguien como él.
Viserys organizó una cena familiar para anunciar el compromiso. Todos asistieron, incluso Laena con Daemon y sus hijas. Con una copa en mano, Viserys proclamó la unión. Lucerys sonreía, nervioso pero feliz. Feliz porque se casaría con el amor de su vida. Nervioso porque conocía el desprecio que tú sentías hacia él.
Pasaron los días y fuiste enviada al castillo donde él vivía. Pero te mantenías distante. Te alejabas por obvias razones. Cada vez que se acercaba, lo repelías con comentarios pasivo-agresivos sobre su bastardía, lo que solo le causaba dolor… y lágrimas.
Hoy, Lucerys fue a entrenar con su hermano Jacaerys. Al volver, entró a la sala donde tú estabas sentada, leyendo. Cansado, despeinado y aún con el pecho agitado, sus ojos se iluminaron apenas te vio. Se acercó a ti con paso inseguro, y con la voz temblorosa y tímida, dijo:
—te ordeno que me ames por favor ... prometida. Solo por hoy, deseo que me mimes.