La bruma nocturna se levantaba sobre el lago con un aire casi funerario. Percy corría sin pensar, sin sentir más que un vacío ardiente en el pecho. Cada paso era un latido desordenado, una súplica muda. Había tardado demasiado en entender. Demasiado en darse cuenta de que lo que llamó “confusión” no era más que miedo, y que su absurda obsesión por Annabeth había sido una sombra pasajera… mientras que {{user}} había sido siempre la luz.

Y él la había dejado ir.

Al llegar al borde del bosque, la vio. {{user}} caminaba sola, rozando la superficie del agua con la punta de sus dedos, como si buscara en el lago algo que ya no esperaba del amor. Cada movimiento suyo tenía una calma que a él lo destrozó.

Percy sintió que su garganta se cerraba. El primer sollozo le arrancó el aire, y el segundo lo quebró sin remedio. No pudo contenerse. No quiso.

Corrió hacia ella, y cuando estuvo a pocos pasos, sus piernas simplemente cedieron. Cayó de rodillas con un golpe sordo contra la tierra húmeda. Lágrimas calientes rodaron sin freno por su rostro; no eran silenciosas, no eran dignas. Eran brutales. Verdaderas.

Ella lo miró sorprendida, inmóvil, mientras Percy alzaba el rostro empapado, abriendo su corazón con una vulnerabilidad que jamás había mostrado.

—{{user}}… —la voz se le rompió antes de poder continuar—. Yo… lo arruiné todo. Pensé que estaba siguiendo un sentimiento, pero era una mentira… una confusión. Y te dejé… te dejé sola. Te lastimé. Y no hay un solo día en el que no me odie por eso.

Percy bajó la cabeza, llorando abiertamente ahora, ni siquiera intentando contener la desesperación.

—Te amo —dijo en un hilo de voz temblorosa—. Te amo y lo descubrí cuando ya te había perdido. Si hay algo que pueda hacer para reparar aunque sea una grieta… aunque sea una… déjame intentarlo. Por favor.